El Tema 8

El tema 8 es como el primer amor: no se olvida nunca.

Anatomía musical de la «leyenda negra»

Prólogo musical

“Ella giammai m’amò / Ella jamás me amó”. Ella era Isabel de Valois. Y él, Felipe II que se lamentaba de que la reina francesa nunca le hubiera amado y que le estuviera siendo infiel con su hijo el infante Don Carlos. Esto lo compuso Verdi a partir de una obra teatral de Schiller. Así se ha escrito la “leyenda negra” y así se le ha puesto música.

Introducción a la «leyenda negra» en la ópera… y en la zarzuela

La “leyenda negra” lleva tejiendo su venenosa red desde finales del siglo XV, ya hace más de cinco siglos, llegando hasta nuestros días. Y en ella han colaborado todas las potencias europeas que, en un momento u otro de la Historia, se vieron incapaces de contrarrestar el dominio español en los órdenes político, económico, militar y cultural. Los historiadores franceses Ernest Lavisse y Alfred Rambaud escribieron en su Novísima Historia Universal que la España imperial se granjeó antipatías “de las naciones que en las edades siguientes han creado y encauzado la opinión pública: Holanda, Inglaterra y Francia. Cada una de ellas tenía un agravio que vengar: Holanda sus angustias de la guerra por la independencia; Inglaterra una tentativa temible contra sus libertades religiosas; Francia, en fin, las perturbaciones en que por poco perecen su libertad y su poderío”.

Musicalmente, la “leyenda negra” ha sido recogida en libretos y pentagramas desde hace más de tres siglos: desde principios del siglo XVIII, y hasta la actualidad, son numerosas las composiciones musicales que han servido para abonar la hispanofobia, recurriendo a los más duraderos mitos negro-legendarios. Toda una eficaz y dañina campaña de estigmatización prolongada en el tiempo que ha contado con la inestimable colaboración, como peones de brega, de ilustres músicos como Vivaldi, Mozart, Beethoven, Rossini o Verdi recurriendo a textos de figuras de la relevancia literaria de Voltaire, Schiller, Goethe, Oscar Wilde o Victor Hugo.

Pero no sólo los compositores extranjeros han bebido de los tópicos de la “leyenda negra” como inspiración para sus obras. También compositores y zarzuelistas españoles, en esa curiosa e inimitable costumbre de interiorizar lo negativo que sobre España se vertía desde el extranjero, han asumido un incomprensible y suicida placer por auto flagelarse. Y así tenemos a músicos tan trascendentes para la historia del género lírico español como Ruperto Chapí, Tomás Bretón, Jacinto Guerrero o Manuel Penella enarbolando la bandera del auto odio. Ya lo dejó escrito el efímero rey de España Amadeo I de Saboya: “Si fueran extranjeros los enemigos de España, entonces, al frente de estos soldados (…), yo sería el primero en combatirlos. Pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación… ¡son españoles!”.

Mitos negro-legendarios

  • La destrucción de las Indias y el genocidio de sus habitantes
  • El saqueo del oro y la plata de América
  • Torquemada y la Inquisición
  • La expulsión de los judíos
  • La abolición de los derechos de Castilla y la ejecución de los Comuneros
  • La altanería de los soldados de los tercios españoles
  • Los Autos de Fe
  • La abolición de las libertades en Flandes y la ejecución de los condes de Egmont y de Horn
  • La crueldad del Duque de Alba
  • El asesinato del príncipe Carlos a manos de su padre por su traición y amoríos con Isabel de Valois
  • El desastre de la Armada Invencible
  • La decadencia de los Austrias menores y la corrupción de su corte
  • La quema de brujas
  • La España pintoresca de charanga y pandereta extendida por los libros de viaje del Romanticismo

La técnica de convertir en tres pasos un bulo en obra de arte

El modus operandi de la “leyenda negra” siempre es el mismo: en una primera fase la propaganda lanza medias verdades, situando su procedencia en una leyenda, en el boca a boca del pueblo o en las vivencias de un oportuno y supuesto testigo presencial, unas veces anónimo o con pseudónimo (Reinaldo Montano, que publicó el libro Sanctae Inquisitionis Hispanicae Artes) y otras veces con nombre y apellidos (fray Bartolomé de las Casas, autor de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, Antonio Pérez con sus Relaciones…), para así darles verosimilitud y credibilidad. En un segundo momento a la operación se le da una capa de barniz cultural por la colaboración de un escritor de prestigio, que devuelve enriquecido un relato con envoltorio literario y apto para difundir la aversión hacia el imperio español. De esta manera se confunde deliberadamente ficción literaria y rigor histórico, asegurándose la autenticidad del relato en base a que el autor tiene prestigio artístico. “Si lo han escrito Schiller o Victor Hugo… es que será verdad”, se podría afirmar. A esta táctica y para pulir más aún el instrumento arrojadizo, se le añade una tercera y definitiva mejora: la música. Es un paso más para conseguir la excelencia y alcanzar los objetivos de desacreditar todo lo logrado por España recurriendo, como guinda del pastel, a la ópera negro-legendaria, la máquina perfecta de la hispanofobia, en la que se conjugan texto, decorados, vestuario, iluminación, coreografía, dirección escénica y música.

Disección cronológica de la “leyenda negra” en la música

Los elementos (Antonio de Literes, 1705). Se trata de la primera ópera negro-legendaria de la que se tiene conocimiento, dándose la peculiaridad de que además sus creadores son españoles: fue encargada por los duques de Medina Sidonia para agasajar y posicionarse en favor de Felipe de Anjou y en ella se narra, en clave simbólica y alegórica cómo, tras siglos de estar sumido en la oscuridad, el cosmos vuelve a la normalidad gracias a la providencial llegada de la luz del sol («De los elementos / las sombras retiran / y alegres se miran / vistiendo el color / mis rayos brillantes / con luz superior»), en evidente metáfora de la superioridad de los Borbones sobre los Austrias. Desde dentro de España sus élites empezaban a cuestionar, a través de la música, el legado de la anterior dinastía.

Moctezuma (Antonio Vivaldi, 1733). La primera de las muchas obras que tratan, desde un enfoque italiano, el tema de la conquista de México, con todos los clichés sobre la destrucción de las Indias, el genocidio de sus nativos y el saqueo de las riquezas de América. “¡Mira cómo la sangre tiñe las olas! Por doquier llamas… ruinas… es todo lo que deja el tirano español. Has destruido con tu corazón impío los últimos vestigios de nuestra grandeza. Que corra en torrentes por las calles, mezclada con lodo, la sangre mexicana. Has arrasado, ingrato, nuestros dioses, templos y leyes. Puedes presumir de haber causado nuestro holocausto”, reflexiona Moctezuma en esta ópera.

Las Indias galantes (Jean-Philippe Rameau, 1735). En este caso nos encontramos, desde un punto de vista francés, con la destrucción de Perú y el saqueo del codiciado oro del Potosí: “Es al oro al que, con complacencia, sin saciarse jamás, devoran esos bárbaros. / ¡El oro que adorna nuestros altares / es el único dios al que esos tiranos adoran!”, exclama el emperador inca Huáscar.

Las bodas de Fígaro (Wolfgang-Amadeus Mozart, 1786). El Barón de Beaumarchais puso de moda una España amable y simpática, pero con la habitual carga de profundidad de la hispanofobia. Así Susanna es una doncella venida del Nápoles “ocupado” por los Borbones para servir en el cortijo sevillano del Conde de Almaviva, un aristócrata mujeriego que quiere ejercer el derecho de pernada con su sirvienta antes de su noche de bodas con Fígaro («¿Y tú creías / que mi dote me la daban / por tu cara bonita? / El conde la destina / para obtener de mí ciertas medias horas / por tradición del derecho feudal»), a pesar de ser una práctica que ya había sido abolida en España, pero no así en el resto de naciones teóricamente más ilustradas y avanzadas de Europa. En definitiva, el sambenito de la atrasada España con respecto a las otras potencias de su entorno.

Don Juan (Wolfgang-Amadeus Mozart, 1787). Esta ópera se apunta a la “leyenda negra” por su sibilina cancelación de los logros del Siglo de Oro. Lorenzo da Ponte, para escribir el libreto de la ópera de Mozart, en vez de partir de su fuente original española (Tirso de Molina), recurre a su adaptación italiana (Giovanni Bertati), que a su vez provenía de una versión francesa (Molière), perdiendo poco a poco su esencia y peculiaridades originales. Se trataba de presentar a Don Juan antes como mito universal que como creación literaria española, que es lo que realmente es. Causa extrañeza que el libreto no nombre en ningún momento a Sevilla, ciudad en la que Tirso ubicaba las andanzas del conquistador (hay una solitaria referencia a… ¡Burgos!), limitándose a señalar de un modo genérico que “la acción se sitúa en España en el siglo XVII”.

Fidelio (Ludwig van Beethoven, 1805). La acción se desarrolla en el siglo XVIII en la cárcel del castillo de San Jorge, en Triana, Sevilla, donde Florestán, que ha sido condenado a muerte por razones políticas, es torturado por el malvado gobernador de la prisión (llamado, no casualmente, Don Pizarro) que está a las órdenes de Don Fernando, ministro del rey Borbón.

Fernando Cortés (Gaspare Spontini, 1809). Napoleón Bonaparte pretendía emplear esta ópera como música de propaganda para su campaña militar de invasión de España que estaba llevando a cabo, para lo cual Spontini (compositor oficial del dictador francés) opta por no cargar demasiado las tintas, cerrando la ópera con un final reconciliador en el que un magnánimo Cortés celebra con Moctezuma una gran fiesta por el encuentro de ambos mundos, en interesada y artera referencia a lo conveniente que sería la unión de España y Francia en la figura de Napoleón: «¡Oh día de gloria y de esperanza! / Todo ha cambiado entre estas murallas / y el tiempo de la venganza es reemplazado / por el tiempo del placer y las artes».

Egmont (Ludwig van Beethoven, 1810). En este melodrama del genio de Bonn a partir de textos de Goethe, están presentes la decapitación de los condes de Egmont y de Horn y la crueldad del Duque de Alba. “Un ejército extranjero acude con cadenas, forja los grilletes. Tu noble pueblo deberá soportar las ataduras. Tras los muros de Bruselas, el sombrío Duque de Alba manda con frío desdén a sus esbirros”, declama el narrador.

El barbero de Sevilla (Gioachino Rossini, 1816). En esta ópera, una de las más representadas de todos los tiempos, asistimos de nuevo, como en la primera parte de la trilogía de Beaumarchais sobre el pillo y buscavidas Fígaro, a una España de pícaros, soldados y curas y retrasada con respecto a otras naciones europeas.

La muda de Pórtici (Daniel-François Auber, 1828), que marcó furor en su época (aparte de desencadenar, tras su estreno en Bruselas en 1830, la independencia de Bélgica) y que inauguró el género de la Grand Opéra francesa, recurre a la bravuconería de los soldados de los tercios españoles en 1647 durante el Virreinato de Nápoles y la corrupción de sus gobernantes. El pueblo napolitano, indignado con los ocupantes, conjuran una rebelión contra los españoles capitaneada por el lugareño Masaniello: “¡Venganza! / ¡Mejor morir que vivir miserablemente! / ¡El yugo que nos aprisiona debe caer / y bajo nuestros golpes, perecer el extranjero! / Unamos nuestras fuerzas contra el enemigo. / Cada uno de nosotros / tiene pendiente con ellos una ofensa. / ¡Venguémonos! / ¡No más esclavitud! ¡No más tiranos!”. Todo está justificado con tal de desalojar de tierras italianas a los españoles.

Ernani (Giuseppe Verdi, 1844) nos muestra a un Carlos I frío, ambicioso y empeñado en abolir los derechos de Castilla («Miserables condes y duques, / ¿despertáis de nuevo la hidra de la rebelión? / Pero yo también vigilo. / Sabré sofocar para siempre / a estas serpientes en sus escondites / y destruiré cuevas y defensores»). Además, se presenta al monarca encaprichado de la noble aragonesa Elvira, a pesar de que ella rechaza el amor del futuro emperador, cuya coronación tratan infructuosamente de evitar el proscrito Ernani y los conspiradores que, por descontado, son los que despiertan las simpatías de los escritores (del caché de Victor Hugo y Francesco Maria Piave) y el compositor (Verdi).

Alzira (Giuseppe Verdi, 1845). Partiendo de una obra teatral de Voltaire, de nuevo nos encontramos con la destrucción de Perú y sus indígenas y el saqueo de su anhelado oro. El inca Zamoro afirma en un momento de la ópera: “¡Monstruos ávidos de oro y sangre! Dentro de poco la tierra / estará cubierta de sangre”.

El Duque de Alba (Gaetano Donizetti, 1848). Se trata de un compendio de tópicos de la hispanofobia en el contexto de la Guerra de Flandes, dedicándole al militar español toda suerte de improperios: “¡El Duque de Alba! ¡Terror! / Sólo con su presencia, / la plebe huye con pánico. / ¡Qué feroz es el aspecto / del vil y despreciable tirano! / Allí va el que asola nuestras tierras y casas, / el duque depredador, el bárbaro asesino. /¡Gracias a él / al pueblo español no le falta sangre! / ¡Allí va el asesino! / Él es el flagelo de nuestra tierra arrasada / y llena de cadalsos y destrucción”.

La Périchole (Jacques Offenbach, 1868), ópera cómica basada en una novela de Prosper Mérimée, está ambientada en el Virreinato del Perú a mediados del siglo XVIII. Allí nos encontramos con el tópico negro-legendario de la corrupción, frivolidad y simpleza de los virreyes y gobernadores de América; en esta ocasión mujeriegos empedernidos («La verdad es que, / en cuanto me disfrazo, / me siento atraído por las muchachas / para amar y ser amado. / ¡Dios mío!… No es un pecado / tomar a las damas por la cintura y, / ágil como un diablillo, / correr tras las muchachas de incógnito») y borrachos aficionados a todo tipo de vinos y licores («Si la ciudad de Lima no está alegre / se pensará que está mal gobernada / y yo, que gobierno la ciudad de Lima, / perderé mi puesto. / ¡Ah, este acontecimiento puede valerme un ascenso! / ¡Poned vino en todos los vasos!… ¡A cantar! / ¡Rápido, muchacha, trae vino de Málaga! / ¡Oporto!… ¡Deprisa, oporto! / ¡Muchacha, trae una botella de vino de Madeira! / ¡Jerez, rápido! ¡Necesito urgentemente una botella de Jerez! / ¡Vino de Alicante, guapa!«).

Ruy Blas (Filippo Marchetti, 1869). Con la pátina creativa de Victor Hugo, esta ópera gira en torno a la decadencia de los Austrias menores y la corrupción de sus validos y gobernantes. Es 1698 y en la corte de Carlos II la reina Mariana de Neoburgo languidece en soledad encerrada en el sobrio y austero Alcázar de Madrid (“¡Todo me está prohibido! / ¡Soy una prisionera!”) mientras añora su Alemania natal. Entretanto, el último Austria, cuya única preocupación es la caza, desatiende sus funciones de gobernante e ignora a su consorte: “Señora. Un viento horrible / sopla desde el norte; / sin embargo, ayer matamos seis lobos. / Firmado: Carlos”.

El guaraní (Antonio-Carlos Gomes, 1870). Ópera que se desarrolla en el Brasil de 1560 y que trata sobre las relaciones entre la tribu guaraní y los conquistadores portugueses, pero en la que los villanos son… los españoles Alonso, González y Ruy-Bento, que ansían encontrar una mina de plata en ese territorio fuera de su jurisdicción: ¿Habéis oído hablar de una rica mina, / de pura plata, que un día ofreció / Díaz Roberto al rey Felipe? / Si conseguís despertar entre los colonos la revuelta / puedo haceros ricos.

Carmen (Georges Bizet, 1875). En esta ópera, la más programada de todos los tiempos, de nuevo se nos presenta desde Francia a una España folclórica de gitanos, militares, toreros y mujeres temperamentales de rompe y rasga; en definitiva, la Carmen de Mérimée. Y con disparates como el de que el gazpacho es… una ensalada de pimientos.

La bruja (Ruperto Chapí, 1887), que pertenece al género de la zarzuela grande, despliega tres clásicos de la imperiofobia: el fanatismo de la Inquisición, el oscurantismo de los Austrias y la quema de brujas. Los libretistas Ramos Carrión y Vital Aza y el compositor Ruperto Chapí, que querían significarse como partidarios de la Restauración que acababa de llegar, escogen una trama que transcurre en el valle del Roncal de Navarra durante el último año del reinado de Carlos II, como modo de recordar al primer Borbón que dio paso de las negras tinieblas a la luz de la razón. Y esto lo tratan de encajar con el célebre proceso contra las brujas de Zugarramurdi. Lo cual no es sencillo porque este aquelarre (uno de los últimos documentados en España, no así en otras naciones supuestamente más avanzadas: el proceso contra las brujas de Salem, Massachusetts, aconteció en 1692) había tenido lugar en 1610, noventa años antes de que llegara Felipe de Anjou. Pero esto no les importa a los autores de La bruja. Se corren los hechos casi un siglo y asunto resuelto: en España, gracias a la providencial llegada de los Borbones en 1700, se desterró la práctica inquisitorial de quemar brujas que practicaban los Austrias hasta ese mismo día. Y punto.

En un momento dado de la zarzuela, uno de sus protagonistas afirma: “Con los Austrias seguiría imperando en nuestra patria la Inquisición, y el nieto de Luis XIV viene de una tierra donde no se ha implantado ese tribunal odioso (...). El estampido de los cañones anuncia la muerte del rey Carlos II. Rogad a Dios por su alma y por la salud del nuevo rey Felipe V (...). No temáis desde ahora a los duendes ni a las fantasmas. Mis arcabuceros aseguran la paz de este claustro. Con el rey hechizado, desaparecen de España la superstición y el fanatismo”. La bruja es un perfecto ejemplo de élites culturales españolas prestándose a ser peones de brega del desprecio hacia España.

En El rey que rabió (Ruperto Chapí, 1891), el mismo compositor y los mismos libretistas de La bruja continuaron con la estrategia de no herir las sensibilidades de la dinastía que, recién restaurada («Bien venido sea / nuestro soberano, / que con él la corte / vuelve a su esplendor»), reinaba en España en aquel momento. Por eso en esta zarzuela en tres actos se destaca la campechanería de los Borbones (que algunos estudiosos, pese a que no se le nombra, han señalado que se trata de Alfonso XII) y su cercanía con su pueblo, frente al distanciamiento de los gobernantes anteriores, los Austrias («Como página de gloria / que otro rey no alcanzará, / en el libro de la historia / mi reinado quedará»).

La hora española (Maurice Ravel, 1911) se desarrolla en el Toledo del siglo XVIII y su protagonista es un relojero al que se le tacha en el texto de ridículo, avaro, celoso, cornudo y que, encima, se llama… ¡Torquemada! Concepción, su infiel y pasional mujer, trata de encontrar sustituto entre los primitivos hombres del pueblo, pero parece que ninguno le colma: “¡Oh, qué aventura tan penosa! / Sucede que de dos amantes, / uno no tiene temperamento / y el otro es totalmente simple. / ¡Oh, qué aventura tan lamentable! ¿Y estos petimetres son españoles? / ¿Y viven en el país de doña Sol, / a pocos pasos de Extremadura?”. Hasta la infalible virilidad del varón español -ganada a pulso desde los tiempos de Don Juan– se pone en duda.

Tabaré (Tomás Bretón, 1913). De nuevo un prestigioso compositor español, esta vez Tomás Bretón, se presta a expandir la “leyenda negra”, poniendo música a la epopeya del escritor uruguayo Juan Zorrilla de San Martín sobre el ensañamiento de los conquistadores españoles con los nativos charrúas: “De su excursión al bosque / tornan Gonzalo y diez arcabuceros. / Fue eficaz la batida: un grupo de indios / viene sombrío caminando entre ellos. / Otros muchos quedaron / tendidos en el campo; el viento fresco / la sangre orea en las hispanas armas / y en la piel de los indios prisioneros”.

Ulenspiegel (Walter Braumfels, 1913) es una de las más conseguidas manifestaciones de la técnica de convertir un bulo en ópera negro-legendaria. Till Eulenspiegel es un personaje del folclore alemán, medio bufón, medio saltimbanqui, cuyas andanzas se sitúan en torno a 1350 y que fue ahorcado por sus fechorías. Basándose en dicha tradición popular, el escritor belga Charles de Coster publica en 1867 la novela La leyenda y las aventuras heroicas y gloriosas de Thyl Ulenspiegel y Lamme Goedzak en el país de Flandes. En ella De Coster modifica el espacio y el tiempo a su antojo y nos encontramos, por arte de magia, al pícaro alemán Till, que ahora es una mezcla de héroe popular e injusta víctima, moviéndose por los Países Bajos dos siglos después del marco temporal en que vivió el personaje original. De este modo el novelista puede echar mano del tiránico Carlos I, de su fanático hijo Felipe II, de las torturas de la Inquisición, de los temidos Autos de Fe, del sanguinario Duque de Alba, de la decapitación de los condes Egmont y Horn, etc. La jugada de De Coster es maestra con este tóxico popurrí.

Palestrina (Hans Pfitzner, 1917). Se desarrolla en 1563, durante el Concilio de Trento que ponía fin al cisma entre los partidarios de la Reforma y la Contrarreforma. En la ópera los emisarios de Felipe II, comandados por el embajador de España en Roma y por el obispo de Cádiz tratan de boicotear el Concilio (“¡Ni una pulgada cederá el gran Rey de España! ¡Si España lo quiere, así lo quiere el mundo!”) y sus intransigentes partidarios reciben todo tipo de improperios por parte de los representantes alemanes e italianos: “¿Qué quiere esa chusma? ¡Infames españoles! ¡Bestias sarnosas! ¡Hediondos infernales!”. Y es que en Italia había calado desde principios del siglo XVI lo que se conoce como il peccadiglio di Spagna: la impureza congénita y contaminación del español por su mezcla de sangres latina, mora, goda y judía. Algo así como un defecto de origen.

El enano (Alexander von Zemlinsky, 1922). Esta vez se recurre a un literato del prestigio de Oscar Wilde y a su breve relato El cumpleaños de la infanta, que tira de los clichés extendidos por la propaganda antiespañola: la intransigencia religiosa, Torquemada y la Inquisición, la decadencia de los últimos Austrias, que “entraron solemnemente en Madrid, asistieron a la tradicional misa mayor en la Iglesia de Atocha, y dictaron un Auto de Fe más solemne que de costumbre, por el cual más de trescientos herejes fueron entregados a la hoguera”. Además, Wilde introduce otros prejuicios al uso, como las corridas de toros, los gitanillos pidiendo limosna, los bufones de palacio o… unos maños bailando jotas.

Los gavilanes (Jacinto Guerrero, 1923). La célebre zarzuela de Guerrero versa sobre un indiano que, tras hacer las Américas y amasar una fortuna en el Perú, vuelve a su aldea natal. Juan, el protagonista, es un enfermo de aquella fiebre que afectó a españoles y por eso está bajo sospecha durante toda la zarzuela: “Ánimo, pensé yo: ¡a la conquista del oro! Pero no se conquista tan fácilmente. Tuve que arrancar con mis manos el codiciado filón”, se enorgullece el indiano, al que Gustavo, que compite con él por el amor de una mujer de la aldea, le reprocha el pecado nefando: Guarda, indiano, tu riqueza, / guarda, indiano, tu tesoro, / que el cariño de Rosaura / no se compra con el oro». Y es que el enemigo de España no sólo ha provenido del exterior: también está arraigado en el interior.

La figura del descubridor de América también ha sido llevada a la ópera: Cristóbal Colón (Darius Milhaud, 1928) y Almirante Colón (Erwin Dressel / Dmitri Shostakovich, 1929), la primera de ellas con el marchamo de calidad de Paul Claudel como libretista.

La viuda astuta (Ermanno Wolf-Ferrari, 1931). Carlo Goldoni incluyó en el género de la comedia del arte de la que fue creador a un personaje prototipo: el noble español venido a menos, prepotente, fanfarrón, tacaño y clasista (“¡Cincuenta azotes le hubieran dado a este camarero en España!”). En este caso es Don Álvaro de Castilla, obsesionado en presumir de abolengo y linaje para impresionar a la rica viuda a la que pretende conquistar: “Quizás / el árbol de mi familia / la haga meditar. / Son veinticinco generaciones / para analizar. / Marqueses, príncipes, / condes, barones, / reyes, duques, obispos, / santos y mecenas…”.

Don Gil de Alcalá (Manuel Penella, 1932). El maestro Penella también se apuntó, con esta zarzuela que se desarrolla a finales del siglo XVIII en el Virreinato de la Nueva España, a la moda de verter invenciones contra el Imperio Español. Por ejemplo el virrey, representante de la Corona, es descrito como un insustancial que sólo suelta simplezas y ridiculeces: “¿Sabéis que hace un gran calor? / ¿Quién baila con este sol?» / «Sólo necesito como distracción / un refresco, musiquita / y algo de conversación”.

Carlos V (Ernst Krenek, 1933). Narra en retrospectiva los últimos momentos de la vida del emperador en su retiro de Yuste. Por descontado que todos los pecados de un arrepentido Carlos I de España y V de Alemania (su ensañamiento con los Comuneros de Castilla, su intransigencia religiosa, el saqueo de Roma…) son recopilados en esta ópera.

Torquemada (Nino Rota, 1943). Con el marchamo de calidad que otorgan unos textos de Victor Hugo, por Torquemada vemos desfilar la omnipresencia y omnipotencia de la Inquisición, el sometimiento de los reyes españoles al poder de la Iglesia, la depuración racial y religiosa de conversos y herejes o la expulsión de los judíos.

Bolívar (Darius Milhaud, 1946). El altruismo y la buena causa de los “libertadores” de América, enfrentándose a los opresores realistas (eso sí, sin hacer mención de la ayuda interesada de las élites financieras inglesas para que la rebelión se extendiera por toda Hispanoamérica), también han sido tratados musicalmente.

En un fascinante paralelismo, el ucraniano Serguei Prokofiev (prisionero de Stalin) y el español Roberto Gerhard (exiliado en Cambridge tras la Guerra Civil) escribieron ambos en 1947 sendas óperas basadas en una obra teatral escrita en 1775 por el inglés Richard Sheridan: Bodas en el monasterio y La dueña, respectivamente. Las dos son óperas cómicas en las que asistimos a la miseria económica y moral de la nobleza sevillana durante el Siglo de Oro, protagonizada por ridículos nobles hidalgos venidos a menos dispuestos a vender a sus hijas al mejor postor, incluso aunque padezcan de aquel pecadillo de España inculcado desde Italia pero que había traspasado eficazmente las fronteras: la impureza ab initio de los españoles por su contaminación semita, que Don Jerónimo pasa por alto para salir de su ruina (con lo que, de paso, se acusa veladamente de racistas a los españoles: un win-or-win de manual), transigiendo con que su hija se case con el acaudalado judío Isaac Mendoza («Feo y encorvado… está tan podrido como sus pescados. Habría que afeitarle la barba y arrojarla al Guadalbullón») que es dueño de todas las pescaderías a lo largo del río Guadalquivir. Sin olvidar al omnipresente poder de la Iglesia Católica, en esta ocasión muy poca dada a seguir sus reglas de austeridad (“¡La botella es el sol de nuestra vida!» cantan los ebrios monjes benedictinos a la manera de himno de ayuno y abstinencia en el monasterio que da título a la ópera de Prokofiev).

La mulata de Córdoba (Juan-Pablo Moncayo, 1948). Relata una antigua leyenda mexicana del siglo XVII sobre una mulata acusada de hechizar a criollos y hacendados en la región de Veracruz, lo que da lugar a la intervención de la Inquisición para depurar racial y religiosamente a la bruja. En La mulata de Córdoba no falta el prototipo de inquisidor de la orden de Santo Domingo (siempre presente, cualquiera que fuera su tiempo y lugar) que ya hemos visto desfilar desde Schiller, ahora cebándose con la protagonista mexicana de la ópera: «Pides auxilio mujer. / Buscas refugio, justicia. / El Santo Oficio te brinda / penitencia y contrición. / La Inquisición / te defiende del cuerpo, / de tus sentidos / que son sus aberraciones. / ¡La Inquisición te redime! / ¡El Santo Oficio te salva! / ¡Basta! ¡Blasfemas e injurias / en lugar de arrepentirte! / Tu sentencia has pronunciado». 

Gloriana (Benjamin Britten, 1953). Esta ópera, encargada para celebrar la coronación de la recientemente fallecida reina Isabel II, se centra en la vida de su antecesora de la dinastía Tudor Isabel I y en ella los autores, cómo no, se regodean en la debacle de la Armada Invencible enviada por Felipe II contra Inglaterra.

El capitán Spavento (Gian-Francesco Malipiero, 1963). Il capitano es otro de los arquetipos de la commedia dell’arte creada por Goldoni y que simbolizaba la ruindad y zafiedad de los soldados de los tercios españoles que acampaban a sus anchas en Italia desde principios del siglo XVI. Spavento reúne todos los defectos que enumeró Maquiavelo en su célebre libro El príncipe (1532), sembrando desde temprano en el país transalpino la semilla de la antipatía hacia lo español: «las tropas mercenarias (…) carecen de unión, son ambiciosas, indisciplinadas, infieles, fanfarronas en presencia de los amigos, y cobardes contra los enemigos». Y así en su ópera Malipiero profiere todo tipo de prejuicios antiespañoles contra Spavento: es fanfarrón («Ayer a la noche me agarré a puñetazos con tres / y a los tres sujetos les di tal paliza / y tanto los sacudí arriba y abajo / que al fin, llorando, pidieron merced»), pero en realidad es un cobarde («Si huyes, el enemigo te persigue. / Se requiere mucho coraje para huir. / Yo me hice el muerto / y toda la caballería me pasó por encima. / El verdadero coraje se demuestra / volviendo vivo de la guerra»), es sucio («¡Sólamente eres capaz de matar tus pulgas!» le espeta Gitta, su antigua novia), es cornudo («Es un milagro si traigo / sana y salva mi osamenta»), es celoso («Sólo conozco un hombre tuyo: yo»), es ladrón y un acosador (un tribunal le juzga y condena a la horca por «Ciento diez robos / seducción de cuarenta inocentes muchachas»), etc.

La tercera entrega de las aventuras de Fígaro, el barbero del Barón de Beaumarchais, también ha sido tratada musicalmente como ópera en La madre culpable (Darius Milhaud, 1966).

Till Eulenspiegel (Nikolai Karetnikov, 1983). Se trata de una nueva adaptación del libelo de Charles de Coster sobre la leyenda del pillo trasladado desde la Alemania medieval a los Países Bajos durante la época de la Rebelión de las Diecisiete Provincias y llevada a cabo por un compositor de la Unión Soviética. De nuevo la triada leyenda-literatura-música.

La noche triste (Jean Prodomidès, 1989) y La conquista de México (Wolfgang Rihm, 1991), ésta con el sello de calidad de Antonin Artaud y Octavio Paz y con música de uno de los más prestigiosos compositores contemporáneos, redundan en la destrucción de imperio azteca, el genocidio de sus nativos y el saqueo del oro y la plata de América. En definitiva, el mito imperiófobo del edén americano aplastado por la avaricia del hombre católico español.

Cinco ejemplos de la hispanofobia en música

Nos detendremos en cinco obras musicales del repertorio negro-legendario como ejemplos relevantes del perfeccionamiento de esta técnica de convertir un bulo en obra de arte.

La figura de Don Carlos (Giuseppe Verdi, 1867) es uno de los más eficaces señuelos empleados por los enemigos de España: desde su invención en torno a 1570, en parte gracias a la labor de zapa que hizo como supuesto testigo presencial el secretario real Antonio Pérez, se propaga el mito del hijo maldito y asesinado por su padre Felipe II, quien también envenenó a su infiel esposa Isabel de Valois por su amor hacia Don Carlos. Estos infundios son aprovechados por Guillermo de Orange para intoxicar con su Apología (1581) y se extienden como la pólvora. El rey de España, dueño de medio orbe, pasa de ser el “Prudente” al “Demonio del Mediodía”. Y empieza la cacería. Voltaire escribe: “Felipe tomaba en mano un crucifijo cuando ordenaba un asesinato”. Y Schiller remata la revancha contra Felipe II: “Era Rey y Cristo y fue malo en ambas calidades, porque quiso unirlas en una sola. Jamás fue hombre para el hombre, porque jamás salió de suyo para descender, sino para subir”.

La leyenda se magnifica cien años después gracias a la inmortal ópera de Verdi, que corona la tarta con el encargo de la Ópera de París con motivo de la Exposición Universal de 1867 durante el rutilante Segundo Imperio, curiosamente muy activo en sus obras teatrales y musicales contra España a pesar del matrimonio de Napoleón III con Eugenia de Montijo que, indignada el día del estreno, abandonó el teatro tras la escena entre Felipe II y el Gran Inquisidor.

Los brigantes (Jacques Offenbach, 1869). Con esta ópera bufa, protagonizada por carabineros persiguiendo a bandoleros por la sierra de Granada y ridículos nobles de rancia alcurnia y rimbombantes apellidos (Marqués de Campo Tasso, Barón de Gloria Cassis…) sacando pecho de su españolidad («España es la de nuestros antepasados. / Te lo diremos, te lo digo / y no lo olvides por nada en el mundo: / que España es tu verdadero país. / Hay gente que se dice española / y que no son nada españoles. / Para nosotros, nosotros somos los verdaderos españoles / y eso nos distingue de los falsos españoles»), el compositor de moda en la Francia imperial de Napoleón III se apunta, a ritmo de seguidilla, al lado afable y jovial de la “leyenda negra”… que es “leyenda negra” al fin y al cabo.

La acción de El prisionero (Luigi Dallapiccola, 1949) se desarrolla, según la partitura, en una “siniestra celda del Santo Oficio en Zaragoza. Un camastro, un caballete, un hornillo, una jarra. Al fondo, una puerta de hierro. La celda está casi a oscuras”, durante el reinado de Felipe II. Esta detallada puesta en escena proviene del relato que, de su cautiverio, precisamente en el Palacio de la Aljafería de Zaragoza, llevó a cabo Antonio Pérez en su libro Relaciones tras ser acusado de mandar asesinar a Juan Escobedo, secretario de Juan de Austria. Además Dallapiccola recurre, perfeccionando la técnica de convertir un bulo en obra maestra, a Los cuentos crueles de Auguste Villiers de L’Isle-Adam y al clásico La leyenda de Ulenspiegel de Charles de Coster. Difícil condensar mejor que en El prisionero toda la bilis escupida durante siglos por la “leyenda negra”.

En Cándido (Leonard Bernstein, 1956) nos encontramos de nuevo con la hispanofobia del ilustrado Voltaire, esta vez con su más recordada obra: Cándido o el optimismo, de 1759. A pesar de su tono satírico, por la opereta de Bernstein desfilan unos cuantos mantras anti españoles en la búsqueda del optimista Cándido por encontrar “el mejor de todos los mundos posibles”: los conquistadores ávidos del oro buscando con desesperación Eldorado, los corruptos y lujuriosos gobernadores de Cartagena de Indias en el Virreinato de Nueva Granada, los padres jesuitas conspirando en las misiones de Uruguay contra la Corona de España o el Gran Inquisidor presidiendo el recurrente Auto de Fe, como el que describió Voltaire en su Ensayo acerca de las costumbres y el espíritu de las naciones (1756): “Es un sacerdote revestido, un fraile consagrado a la humildad y la mansedumbre, el que hace aplicar en los calabozos la tortura a los hombres. Luego se levanta un tablado en una plaza pública y se lleva a la hoguera a los condenados, a continuación de una procesión de frailes y cofradías. Se canta misa y se matan hombres. Un asiático que llegase a Madrid el día de semejante ejecución, no sabría decir si se trata de una fiesta, de un acto religioso, de un sacrificio o de una carnicería, porque es todo a la vez”.

Bernstein toma el testigo y, medio en mofa, medio en serio (“¡Qué buen día, vaya día / para un Auto de Fe! / ¡Qué cielo tan soleado de verano! / ¡Es un hermoso día para beber / y para ver a la gente arder! / ¡Qué buen día, oh qué gran día / para colgar a la gente! / Cuando vienen extranjeros / a criticar y a espiar / cantamos el miserere / cantamos el pax vobiscum / y ahorcamos al bastardo de lo más alto), extiende disciplinadamente la ponzoña añadiéndole al mejunje unas gotas de su inconfundible estilo musical: el Auto de Fe parece, por momentos, un góspel, un desfile de majorettes… y hasta una corrida de toros.

El oro (Mesías Maiguashca, 1992) condensa uno de los mitos antiespañoles más manidos: la crueldad y codicia de los conquistadores, recurriendo a textos históricos (Crónica del Perú de Pedro Cieza de León, soldado español partícipe en la Conquista y fragmentos escritos en 1526 por el indígena peruano Guamán Poma de Ayala) reproducidos en cintas magnéticas y mezclados con música para flauta andina y violonchelo clásico. Algunos de los textos de El oro:

«…Estaba como un hombre desesperado, tonto, loco. Perdido el juicio con la codicia de oro y plata. A veces no comía, con el pensamiento de oro y plata. A veces tenía gran fiesta, pareciendo que todo era oro y plata…»

«…Lo encerró pidiéndole oro y plata. Le echó fuego y le quemó. Así mismo mató a los dichos incas y a todos los señores grandes con varios tormentos, pidiéndoles oro y plata…».

«…Aún hasta ahora dura aquel deseo de oro y plata. Y se matan los españoles y desuellan a los pobres de los indios. Y por el oro y la plata quedan ya despoblados para deste reino, los pueblos de los pobres indios, por oro y plata…».

Una obra con una temática así fue compuesta en 1992 como aportación de un autor ecuatoriano… a los actos conmemorativos del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, y que Maiguashca subtitulará “Canción fúnebre compuesta como acto anti celebratorio del V Centenario del (des)cubrimiento de América”, siguiendo una campaña de protesta y rechazo contra la Hispanidad que venía orquestándose desde años atrás y que cristalizaría el 23 de septiembre de 1986 con la Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas eliminando de su agenda el apoyo institucional a toda celebración en torno a la hazaña conseguida por Cristóbal Colón en nombre de la Corona de España.

El oro de Mesías Maiguashca, militante del movimiento indigenista que ha reactivado recientemente la «leyenda negra» desde el otro lado del Atlántico, es la demostración de que, como afirma el hispanista Borja Cardelús, «la contaminación política ha hecho que los propios hispanos se hayan creído falsedades tales como el genocidio o el robo de oro. La incultura y la falta de criterio han hecho que los propios criollos ataquen sus principios, sus esencias culturales y a sus personajes históricos”.

Conclusión

El oro es, hasta ahora, el último ejemplo musical de relevancia inventariado. Y refleja que el odio y rencor hacia España y a lo que significaron para la Humanidad los logros de su Imperio se prolongan hasta nuestros días y que, por desgracia, el huevo de la serpiente va a seguir dando sus frutos (aunque esperemos que al menos las obras mantengan, como en los casos analizados, un mínimo nivel de calidad). Y es la evidencia de que las raíces de la inquina están arraigadas de una manera profunda, eficaz y duradera mientras se siga agachando la cabeza y se continúe sin hacer nada para contrarrestarlas. Como resumió Julián Juderías en su modélico libro sobre la “leyenda negra”“A la indiferencia de los españoles por sus propias cosas (…) oponían los extranjeros, bajo el influjo de la pasión política y del prejuicio religioso, una perseverancia en la difamación cuyos efectos se notan todavía (…). A sus vociferaciones contestó España con el silencio y la leyenda ominosa y terrible tejió en torno a aquellos días de nuestra grandeza su red tenebrosa de bien urdidas calumnias”.

Así hemos consentido los españoles que se escriba nuestra Historia… y que además se le ponga música.

Rafael Valentín-Pastrana

@rvpastrana

Bibliografía:

– Rafael Valentín-Pastrana: Mestizaje (y un poco de «leyenda negra») en el Virreinato de Nueva España: «Don Gil de Alcalá» de Manuel Penella. www.eltema8.com, 2022.

– Rafael Valentín-Pastrana: «Las bodas de Fígaro», la Revolución comenzó en Sevilla. www.eltema8.com, 2022.

– Rafael Valentín-Pastrana: «La dueña» o cómo el tarraconense Roberto Gerhard combatió desde su exilio inglés a la «leyenda negra»… y al nacionalismo catalánhttp://www.eltema8.com, 2022.

– Rafael Valentín-Pastrana: «Tabaré», la ópera con la que Tomás Bretón contribuyó a propagar la «leyenda negra». www.eltema8.com, 2022.

– Rafael Valentín-Pastrana: La «leyenda negra» en la ópera… y en la zarzuela. www.eltema8.com, 2021.

– Rafael Valentín-Pastrana: Un indiano en la Provenza. www.eltema8.com, 2021.

– Rafael Valentín-Pastrana: El rey (Borbón) se divierte: zarzuela y «leyenda negra». www.eltema8.com, 2021.

– Rafael Valentín-Pastrana: Don Juan se echa al monte. www.eltema8.com, 2020.

– Rafael Valentín-Pastrana: La «leyenda negra» en la ópera. www.eltema8.com, 2020.

– Rafael Valentín-Pastrana: «Don Carlo» de Verdi o todos contra Felipe II: ¿imperiofobia… imperiofilia?. www.eltema8.com, 2019.

– Rafael Valentín-Pastrana: Los titanes de la composición en los siglos XX y XXI: Mesías Maiguashca. www.eltema8.com, 2019.

– Rafael Valentín-Pastrana: «Los elementos». Una alegoría musical barroca a mayor gloria del Rey Sol. www.eltema8.com, 2018.

– Julián Juderías: La Leyenda Negra de España (1914). Edición y prólogo de Luis Español. La Esfera de los Libros. Madrid, 2014.

Nota 1: este post es una transcripción de la conferencia Anatomía musical de la «leyenda negra», impartida el 4 de octubre de 2023 en el Centro Asturiano de Madrid por el autor de este blog y organizada por la Asociación Cultural Héroes de Cavite.

Nota 2: las imágenes incluidas en este post pertenecen a las siguientes óperas: Don Carlos (copyright Monika Rittershouse y Javier del Real / Teatro Real), Los elementos (Fundación Juan March), Las bodas de Fígaro (Javier del Real / Teatro Real), Don Juan (Javier del Real / Teatro Real), Ernani (Palau de Les Arts), Carmen (Teatro Real), La bruja (Jesús Alcántara / Teatro de La Zarzuela), El rey que rabió (Javier del Real / Teatro de La Zarzuela), Los gavilanes (Javier del Real / Teatro de La Zarzuela), Don Gil de Alcalá (Javier del Real / Teatro de La Zarzuela), Gloriana ((Javier del Real / Teatro Real) y La conquista de México (Teatro Real).

Un comentario el “Anatomía musical de la «leyenda negra»

  1. Luciano Tanto
    octubre 3, 2023

    Pequeño gran detalle: la expulsión de los judíos, como en Portugal, antes en Inglaterra, el «Edicto acerca de los judíos» del Vaticano, brutalidad racista con excusa religiosa, etc., no es una leyenda. Es la triste realidad del racismo monárquico español con excusa religiosa.

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