En junio de 2020 se publicó uno de los posts que mejor acogida han tenido de este blog: La «leyenda negra» en la ópera. En él se analizaban cerca de treinta obras musicales para la escena que, desde principios del siglo XVIII y hasta finales del XX, habían servido para abonar la hispanofobia y la imperiofobia, recurriendo a los más duraderos mitos “negrolegendarios»: la destrucción de las Indias (Las Indias galantes) y el exterminio de los indígenas por la fiebre del oro en México (Moctezuma, La conquista de México) o Perú (Alzira, El oro); la implacable frialdad de Carlos I (Ernani) y el fanatismo y oscurantismo de Felipe II (Don Carlos); la intransigencia de la Contrarreforma (Palestrina); la crueldad del Duque de Alba (Egmont, Il duca d’Alba) y la bravuconería de los militares y soldados al servicio de la Corona de España (Il capitan Spavento); la desidia y decadencia de los Austrias “menores” (Ruy Blas, El enano) y la corrupción de sus validos y gobernantes (La Périchole, Candide); las torturas de la Inquisición (Il prigionero) y la persecución a los herejes y disidentes (La mulata de Córdoba); la impureza religiosa y racial de los españoles por su mezcla de sangre goda, mora y judía (Torquemada); la simplicidad del carácter hispano (La hora española), sus bajos instintos (Carmen), su zafiedad (Le brigands), su arrogancia (La muda de Pórtici), su miseria, su ruindad y sus aires de grandeza (Bodas en el monasterio), etc. Toda una eficaz y dañina campaña de intoxicación prolongada en el tiempo que ha contado con la inestimable colaboración, como peones de brega de la engrasada maquinaria de propagar el veneno contra lo español, de ilustres músicos como Vivaldi, Rameau, Beethoven, Donizetti, Verdi, Offenbach, Pfitzner, Zemlinsky, Krenek, Rota, Prokofiev, Dallapiccola, Britten o Bernstein recurriendo a textos de figuras de la relevancia literaria de Voltaire, Schiller, Goethe, Oscar Wilde, Mérimée o Victor Hugo.
Desde entonces se han venido descubriendo nuevas obras escénicas que añaden leña al fuego en lo que al odio a España se trata (por lo que representó la Conquista hasta donde no se ponía el sol y la defensa de la Cruz en todos sus dominios), por lo que se impone actualizar el inventario de improperios musicales que han abonado el sistemático, tergiversado e interesado desprecio histórico hacia lo español. Como peculiaridad, aparte de obras extranjeras, se han incorporado a la lista negra un considerable número de ¡¡zarzuelas!!, un masoquista tiro en el pie que demuestra que los españoles también compramos la munición al enemigo y aportamos nuestro granito de arena a la causa. Vayamos cronológicamente con ellas.
La hispanofobia se practica tanto distorsionando y exagerando los errores de España a lo largo de la Historia, como ocultando y minimizando sus méritos y aciertos, que los ha habido y muchos. Don Giovanni / Don Juan (1787) de Wolfgang-Amadeus Mozart (1756-1791), es un buen ejemplo de esto último: la ópera representa el mito universal de Don Juan, el libertino y conquistador sevillano y se basa obviamente, por mucho que se haya intentado intoxicar con su autoría, en la obra teatral del fraile madrileño Gabriel Téllez (1579-1648, más conocido por su alias Tirso de Molina) escrita en 1616 y publicada en 1630, El burlador de Sevilla y convidado de piedra, en pleno Siglo de Oro de las Letras españolas. En cuanto llegaron los nuevos gobernantes de Francia y su arsenal de asesores con el cambio de dinastía, hicieron todo lo posible por desacreditar el grandioso legado cultural anterior que floreció durante el reinado de los Austrias. Como ejemplo, intentaron que calara que el mejor Quijote (otro de los personajes universales concebidos por el ingenio literario español) era el apócrifo de Avellaneda, para así ningunear al inmortal de Miguel de Cervantes. Cosa que estuvieron a punto de conseguir.
Campaña de menosprecio que llega hasta nuestros días. Un escritor afamado como el inglés Anthony Burgess (autor, por ejemplo, de la novela La naranja mecánica de 1962, que llevaría al cine Stanley Kubrick), al que se le supone cultura literaria, ignora con displicencia al mismísimo Tirso de Molina, afirmando que el mito de Don Juan «lo encontramos por primera vez, según recuerdo, en un drama español del siglo XVII titulado El burlador de Sevilla, aunque ésta es apenas la primera cristalización literaria de una vieja leyenda… El desenlace de Da Ponte es mejor». Lo que convendría recordarle a Burgess es que Don Juan, primero, es personaje literario y, sólo después, mito cultural. Precisamente a partir de fray Gabriel Téllez es cuando vendrían adaptaciones de Don Juan, algunas magníficas, debidas a autores de la talla de Goldoni, E.T.A. Hoffmann, George Sand, Lord Byron, Alfred de Musset, Pushkin, Nikolaus Lenau, Tolstoi, Bernard Shaw o Bertolt Brecht, que van cimentando el mito universal. Pero siempre, eso sí, después de Tirso. Los que urdieron la «leyenda negra», eludieron, como es natural, mencionar este detalle. Y es que, como apunta el musicólogo Andrés Ibáñez, “Parece que resulta difícil aceptar que un mito que ha llegado a hacerse tan universal fuera la creación de una persona, de un escritor, y que este escritor, precisamente, fuera español. Es triste que haya que insistir en ello”.
Lorenzo da Ponte, para escribir el libreto de la ópera de Mozart, bebe básicamente de la tragicomedia Dom Juan ou le festin de Pierre (1665) del dramaturgo Jean-Baptiste Poquelin (1622-1673, más conocido como Molière). De esta manera la historia española, en vez de presentarse a partir de su fuente original, cruza a Francia (Molière), de aquí se traslada a Italia (Da Ponte) para finalmente desembarcar en Alemania (Mozart), perdiendo poco a poco su esencia y peculiaridades. Causa extrañeza que el libreto que emplea Mozart, que es quien eleva musicalmente el personaje local a mito universal, no nombre en ningún momento a la ciudad andaluza en que Tirso de Molina ubicaba las andanzas del conquistador (hay una solitaria referencia a ¡Burgos!), limitándose a señalar de un modo genérico que «la acción se sitúa en España en el siglo XVII» y significativamente sólo se dedica al país de nacimiento del protagonista una mención en toda la ópera y de pasada con el famoso recuento de conquistas de Don Juan: «Ma in Ispagna son già mille e tre / Pero en España ya van mil tres». Ningún rastro más de España y lo español en Don Giovanni. Así también se escribe la «leyenda negra».
Don Fernando, «el Emplazado» (1869) de Valentín Mª de Zubiaurre (1837-1914) no va de Austrias a vilipendiar. La historia, a camino entre la realidad y la leyenda, nos traslada al periodo de luchas intestinas entre reinos peninsulares con el trasfondo de la Reconquista: es 1312 y Fernando IV, rey de Castilla, es emplazado a comparecer ante un juicio de Dios en un plazo de treinta días por dos caballeros de la Orden de Calatrava, los hermanos Juan y Pedro de Carvajal, condenados a muerte acusados, al parecer injustamente, de haber asesinado al valido del rey Fernando. El joven rey, justo transcurrido ese plazo de treinta días desde la sentencia, muere inesperadamente en circunstancias no aclaradas (¿tuberculosis, infarto, embolia, apendicitis, trombosis coronaria?) a la edad de veintiséis años, cerca de la Peña de Martos (Jaén), desde cuyo precipicio, tras juicio sumarísimo con condena a muerte, habían sido despeñados los dos acusados encerrados en una jaula de hierro con púas afiladas en su interior.
El libreto de la ópera da una vuelta de tuerca a la historia y se apunta a la moda de la hispanofobia. Lo que resulta aún más sangrante teniendo en cuenta que el libreto no parte de una obra foránea, sino del drama romántico de Bretón de los Herreros del mismo título estrenado en 1837 y que había sido presentada a concurso para un certamen que pretendía marcar las líneas maestras que debía seguir una auténtica ópera nacional española. Pues aún así se escoge y premia una obra en la que un rey de Castilla de la Edad Media (no es un Austria, pero se le despelleja igual: ¡por castellano!) es tildado literalmente como villano, tirano, conspirador y monstruo. Ya lo expresó con acierto el poeta de Reus Joaquín Bartrina: «Oyendo hablar un hombre, fácil es / saber donde vio la luz del sol. / Si alaba Inglaterra, será inglés. / Si os habla mal de Prusia, es un francés. / Y si habla mal de España… es español».
En El rey que rabió (1891), de Ruperto Chapí (1851-1909), no hay localización espacial ni temporal que especifique de qué rey se trata. Ya se cuidaron mucho los libretistas Miguel Ramos Carrión (1848-1915) y Vital Aza (1851-1912) de no herir las sensibilidades de la dinastía que reinaba en España en aquel momento. Aunque está claro que ese imaginario país de fantasía y de mundo al revés en que se ubica la historia es España y que el soberano protagonista es un Borbón español de la Restauración («Bienvenido sea / nuestro soberano, / que con él la corte / vuelve a su esplendor», le aclama el coro al inicio de la zarzuela, dando una pista de por dónde nos movemos: regresan los Borbones del exilio y hay que celebrarlo) tras ser defenestrada Isabel II por la revolución Gloriosa de 1868: el estudioso Luis López Morillo va más allá y sostiene que el Rey es Alfonso XII, muy aficionado a las escapadas clandestinas, como el protagonista de la zarzuela; el Gobernador sería el político Antonio Cánovas del Castillo y el General se correspondería con Arsenio Martínez Campos, ambos decisivos para el regreso a España de don Alfonso. Y un monarca de otra dinastía no podía ser porque en El rey que rabió todo son loas hacia el monarca, un auténtico mirlo blanco de inicio a fin de esta zarzuela y los Austrias, tras la llegada de los Borbones, nunca tuvieron buena prensa. Desde el principio de la zarzuela domina lo apacible, lo amable, lo distendido y la obra se resuelve con un final feliz que no parece que corresponda a la austeridad e intransigencia (según la hispanofobia) de los Habsburgo.
Pero sobre todo no podía ser un Habsburgo por la sencilla razón de que estos mismos libretistas, Miguel Ramos Carrión y Vital Aza, curiosamente no se habían andado con tanta precaución y tanta autocensura cuando escribieron pocos años antes, en 1887 y también para Chapí, una zarzuela en tres actos en la que el telón de fondo de la acción principal era la Guerra de Sucesión tras la muerte sin descendencia del rey Carlos II: La bruja donde, entonces sí, se menciona literalmente a un rey y a una dinastía monárquica y no precisamente para bien. En esta ocasión la ubicación espacial y temporal está perfectamente detallada en el libreto («La acción de esta zarzuela se supone en los tres últimos años del siglo XVII. Los actos 1º y 2º en el valle del Roncal, el 3º en Pamplona») y así se despachan los autores sobre algunos reyes de España en distintos momentos de La bruja:
Leonardo: «¿Y quién ceñirá al cabo la corona de España?»
Oficial 1°: «El Duque de Anjou: todas las influencias cortesanas están a favor suyo».
Leonardo: «¡Dios lo haga!»
Oficial 1°: «Poco partidario sois, por lo visto, de los Austrias».
Leonardo: «Con ellos seguiría imperando en nuestra patria la Inquisición, y el nieto de Luis XIV viene de una tierra donde no se ha implantado ese tribunal odioso».
Y esta parrafada se marca el protagonista hacia el final de esta zarzuela que trata sobre las brujas… cuando ya no había brujas en España, aunque sí las seguían quemando en otras partes de Europa (en Francia, sin ir más lejos, habían quemado por bruja y hereje a Juana de Arco, detalle que se le debió pasar a los libretistas) y Norteamérica:
Leonardo: «Nada temáis. El estampido de los cañones anuncia la muerte del rey Carlos II. Rogad a Dios por su alma y por la salud del nuevo rey Felipe V… No temáis desde ahora a los duendes ni a las fantasmas. Mis arcabuceros aseguran la paz de este claustro. Con el rey hechizado, desaparecen de España la superstición y el fanatismo. Creedme, madre superiora: la reclusa que ocupaba esa celda será la última bruja».
Como no podía ser menos tratándose de una zarzuela sobre brujas, también incluye referencias al Santo Tribunal. Así detalla el libreto su entrada en escena: “El inquisidor y seis esbirros aparecen al fondo. Se suspende el baile. Los aldeanos se agrupan sorprendidos y atemorizados”.
Coro: “¡Qué miedo! ¡El Santo Oficio aquí ¿Qué buscará?”
Tomillo: “No os asustéis, muchachos, que en este pueblo todos somos cristianos viejos y nada hay que temer”.
Inquisidor: “Las gentes os acusan de horribles sortilegios y pactos que condena la santa religión; de mágicos conjuros, hechizo y brujería, y a su presencia os llama por mí la Inquisición”.
La jugada de Ramos Carrión, Aza y Chapí es calculada y sibilina. Tenemos dos temas «negrolegendarios» exitosos: el fanatismo de la Inquisición y el oscurantismo de los Austrias. Pero como en 1610, año del célebre y vistoso proceso contra las brujas de Zugarramurdi (que es el referente del argumento de la zarzuela y que se encuentra en Navarra; no olvidemos que allí es donde se sitúa la acción: en el valle del Roncal y en Pamplona), era imposible situar una trama que además bendijera la victoria de los Borbones sobre los Austrias (más que nada porque aún quedaban noventa años para que ocurriera), pues se corren los hechos y asunto resuelto: en España, gracias a la providencial llegada de los Borbones en 1699, se desterró la práctica inquisitorial de quemar brujas que practicaban los Austrias. Y punto. Pero la realidad es tozuda: durante el periodo comprendido entre 1300 y 1850 las cifras de brujas juzgadas (unas dos mil) y ejecutadas (cero: véase el gráfico inferior) en España son irrisorias, especialmente en comparación con otras naciones de Europa que se auto proclaman la esencia de la tolerancia en materia religiosa. Por no hablar de la epidemia de psicosis brujeril que se extendió por Nueva Inglaterra (que ya eran los tolerantes Estados Unidos, ejemplo de libertades y derechos) a finales del siglo XVIII.
Conviene recordar, sobre el asunto de la intolerancia religiosa en España, que el todopoderoso dominico Tomás de Torquemada, Gran Inquisidor de la reina Isabel I de Castilla, muere en 1498. Pero se le ha otorgado una influencia que sobrepasa cualquier lógica espacio-temporal, marcando las directrices a los torturadores, allá donde estuvieran e incluso décadas después de su muerte. ¿Quién si no Torquemada es el imponente Gran Inquisidor de la ópera de Verdi Don Carlos basada en Schiller y que se desarrolla en 1568, o sea setenta años después de muerto el omnipotente dominico? No sólo al Cid Campeador se le han atribuido actos después de muerto…
Todo empezó en torno a 1557, cuando un supuesto fraile protestante huye del monasterio de San Isidoro del Campo, en Santiponce (Sevilla) y se refugia en Heidelberg, donde publica, con gran éxito propagandístico y con el pseudónimo de Reinaldo Montano, el libro Sanctae Inquisitionis Hispanicae Artes, que difunde la visión más siniestra de la inquisición española y que es rápidamente traducido al inglés, alemán, holandés, italiano o francés. La oportunidad la aprovecha uno de los mayores exponentes del Racionalismo que venía de Francia (frente a la sinrazón que simbolizaba la Corona de los Austrias): Voltaire, que se dedicó en cuerpo y alma a extender la «leyenda negra» desde su atalaya de ilustrado, ya cuando España lleva siendo de Francia unas cuantas décadas, eso sí. En su Ensayo acerca de las costumbres y el espíritu de las naciones (1756) escribiría sobre la Inquisición: “A este tribunal se debe atribuir la profunda ignorancia de la sana filosofía en que se hallan sumidas las escuelas españolas, mientras en Alemania, en Francia, en Inglaterra y hasta en Italia, se descubrían las verdades y se ampliaba la esfera de los conocimientos”. Ya se sabe: contra las tinieblas de la austeridad española, las luces de la ilustración francesa. Según Voltaire, «fueron los papas de Roma los que crearon los tribunales de la Inquisición, pero por razones políticas y era una jurisdicción suave; fueron los inquisidores españoles los que les añadieron la barbarie». Aunque para barbarie, la matanza de San Bartolomé de 1572, cuando durante las guerras de religión en el país vecino, los protestantes franceses (los hugonotes) fueron masacrados por las calles de París por indicación de los reyes Carlos IX y Catalina de Médici, católicos los dos. Así describe el amnésico -para lo que no le interesa- Voltaire en su citado ensayo los autos de fe: “Es un sacerdote revestido, un fraile consagrado a la humildad y la mansedumbre, el que hace aplicar en los calabozos la tortura a los hombres. Luego se levanta un tablado en una plaza pública y se lleva a la hoguera a los condenados, a continuación de una procesión de frailes y cofradías. Se canta misa y se matan hombres. Un asiático que llegase a Madrid el día de semejante ejecución, no sabría decir si se trata de una fiesta, de un acto religioso, de un sacrificio o de una carnicería, porque es todo a la vez”. Y a partir de aquí es fácil para Voltaire exponer los verdaderos objetivos del sanguinario y sádico Felipe II: “Su principio fundamental fue dominar a la Santa Sede y exterminar en todas partes a los protestantes. En España había algunos. Prometió solemnemente ante un crucifijo destruirlos a todos y cumplió su voto: la Inquisición le secundó perfectamente. En Valladolid quemaron a todos los sospechosos y Felipe, desde los balcones de su palacio, contemplaba su suplicio y escuchaba sus gritos». Lo que nunca se le perdonó a Felipe II fue su defensa de la Contrarreforma católica frente a la beligerante escalada de la Reforma protestante en los Países Bajos, Alemania, Suiza o Inglaterra.
Sirva este ejercicio de hispanofobia comparada con los ejemplos de La bruja y El rey que rabió para comprobar cómo la “leyenda negra” contra España se ha extendido durante siglos no sólo a través de la ópera, sino también (lo que no deja de ser un suicidio) de nuestra zarzuela. Amadeo de Saboya tuvo un reinado efímero en España, pero suficiente como para darse cuenta de uno de los males endémicos de sus súbditos: “Todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles”. Estas actitudes han sido por desgracia muy frecuentes y dominantes entre nuestros intelectuales desde 1700 y llegan hasta nuestros días: comprarles a la nueva dinastía el mensaje derrotista y acomplejado de que España, hasta la providencial llegada de los franceses (enemigos declarados de España desde 1500, a la que no perdonaron que las tropas de Carlos I apresaran durante la batalla de Pavía a Francisco I), siempre se había movido entre la ruina, la incultura y el oscurantismo religioso: es la «fracasología» (delirante y suicida proceso autodestructivo sin parangón en otros países pero que ha calado eficazmente en la consideración negativa y derrotista de ciertos españoles hacia su propia historia y sus monarcas) a la que se apuntaron desde dentro los afrancesados españoles haciendo seguidismo de las consignas de la hispanofobia que venían del exterior desde todos los rincones de Europa, ocultando nuestros méritos y magnificando o inventándose nuestros defectos. Y para desgracia de España, sus élites siguen silentes hoy día, dejando que los extranjeros les reescriban la Historia, cuando no simpatizando directamente con la «leyenda negra». Ya lo apuntó el que puso los puntos sobre las íes a la infausta operación de difamación contra España y su Imperio, Julián Juderías: “Mientras los viajeros pintan a los españoles como un pueblo semibárbaro, extraña mezcla de frailes y mendigos, de holgazanes y de fanáticos, los historiadores lo retratan políticamente como un pueblo de soldados brutales, de crueles inquisidores y de reyes malvados”.
Tomás Bretón (1850 -1923) se había sentido atraído por la epopeya del escritor uruguayo Juan Zorrilla de San Martín (1855-1931) publicado en 1892, que abordaba el tema de la lucha entre los charrúas y los conquistadores españoles. Tabaré fue estrenada como drama lírico en tres actos en el Teatro Real de Madrid en 1913 si bien, como tantos otros nobles intentos de crear una ópera genuinamente española y liberada de las modas italianas (como la analizada Don Fernando, «el Emplazado» de Zubiaurre), cayó inmediatamente en el olvido, aunque el compositor consideraba que Tabaré era “la obra más personal e independiente que he podido hacer, y el asunto, es brutalmente bello, enorme, sublime… precisamente para los españoles que amen su historia«. Y efectivamente el poema, escrito en majestuosos versos pentasílabos, heptasílabos y endecasílabos de rima asonante, destila épica y grandeza en muchos momentos, incluso con algún reconocimiento a la hazaña española: «Sólo España ¿quién más? sólo ella pudo, / con pasmo temerario, / luchar con lo fatal desconocido”. Pero a la larga Tomás Bretón, autor también del libreto, se metió él solito en camisa de once varas al escoger un argumento «negrolegendario» en el que prevalece el reproche a la intervención española en Uruguay, echando mano de los habituales y socorridos tópicos sobre la Conquista de América. Pasemos a verlos.
Los nativos charrúas acuden obsequiosos a recibir a esos extranjeros que se han adentrado por el Río de la Plata en «altivas naves». Un experimentado soldado español, curtido en mil batallas, Rodrigo, advierte desconfiado sobre los charrúas, a los que incluso niega la condición humana: «¡Maldita raza! / Luchan como demonios, no como hombres». Y ésta es la desmedida respuesta de los recién llegados: “Y una mujer en la sangrienta arena. / Parece flor de sangre, / sonrisa de un dolor; es la primera / gota de llanto que, entre sangre tanta, / derramó España en nuestra tierra».
No puede faltar el cruel militar español: esta vez el capitán Gonzalo de Orgaz, que organiza una excursión por la selva a la caza del indio: «De su excursión al bosque / tornan Gonzalo y diez arcabuceros. / Fue eficaz la batida: un grupo de indios / viene sombrío caminando entre ellos. / Otros muchos quedaron / tendidos en el campo; el viento fresco / la sangre orea en las hispanas armas / y en la piel de los indios prisioneros».
Su hermana, Blanca, se siente atraída irresistiblemente hacia uno de los indígenas, un cacique guaraní de nombre Tabaré («Aquel extraño ser en sí tenía / la atracción de lo obscuro del abismo») e intercede por él: «¡Y qué! ¿Tiene algún crimen? / ¿No lucha por su hogar y por su patria? / ¿No defiende la tierra en que ha nacido, / la libertad que el español le arranca?». Y le reprocha doña Blanca a su hermano Gonzalo que España no está aportando nada positivo a América, otro de los clásicos de la visión indigenista de la Conquista: «¡Qué! ¿Sólo duelo y muerte / ha de obtener América de España? / ¡La sangre de esos hijos del desierto / más que el orín deslustra nuestras armas!». El personaje de Blanca funciona aquí como otros españoles arrepentidos de sus propias barbaries y utilizados con gran aprovechamiento por la «leyenda negra» como rentables testigos presenciales (sirviendo a la causa como “tontos útiles”, hablando en plata), y así también hay en el poema un misionero de buen corazón que comprende a los indígenas y que se gana el favor de Tabaré: el Padre Esteban, quien sabe si como señal de respeto de Juan Zorrilla al fraile, no como al resto de la comitiva española. ¿Por qué sería? Para encontrar la respuesta, detengámonos un momento en uno de los más dañinos propagadores de la «leyenda negra»: otro fraile, el dominico Bartolomé de las Casas (1484-1566).
Como escribió Julián Juderías, «Un español había sido el calumniador de Felipe II (Antonio Pérez en sus Relaciones); un español el que describió los horrores de la Inquisición (Reinaldo Montano con su Artes de la Santa Inquisición española); un español el que pintó la conquista de América como una horrenda serie de crímenes inauditos (Bartolomé de las Casas, autor de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias)«. Publicado sin pena ni gloria en España en 1552, el breviario del fraile, que pertenece al género literario de la disputatione escolástica entre teólogos de distintas órdenes religiosas, fue aprovechado interesadamente con sucesivas traducciones décadas más tarde por la propaganda hugonote (1578, con reediciones en 1579, 1582 y 1594), luterana (1579 y reeditada en 1597), anglicana (1583) y calvinista (1596) para mostrar la presencia de la corona católica en América como un compendio de atrocidades contra los indígenas. Publicaciones que sirvieron de paso para que Francia, Alemania, Inglaterra y Países Bajos taparan sus miserias internas y justificaran insurrecciones, guerras y políticas de colonización para competir con España en el reparto del mundo, que es en el fondo lo que anhelaban.
Conectado con esto, también encontramos en el poema a la intransigente y fanática religiosa, representada por la hermana del capitán Orgaz, que le conmina para que no haga caso a su hermana y le recuerda su deber como español y católico hacia unos seres infrahumanos que no merecen ni el perdón de Dios: «Gonzalo, no te olvides / de la española sangre derramada / -le dijo Doña Luz-, esos salvajes / hombres no son; la redención cristiana / no alcanza a redimirlos, / pues para ellos no fue: no tienen alma; / no son hijos de Adán no son, Gonzalo; / esa estirpe feroz no es raza humana». En otro momento Doña Luz trata de convencer a su hermana de que se olvide de Tabaré: «-Blanca; tú siempre niña; / le dijo Doña Luz. ¡Qué! ¿Están pensando / que son capaces de pasiones buenas / esos seres, nacidos para esclavos?».
Finalmente liberado por el capitán español (que para ser tan crueles, siempre dejaban inexplicablemente libres a los indios: Pedro de Valdivia hizo lo mismo en Chile con el indio mapuche Lautaro, con resultados parecidos), Tabaré vuelve con su tribu. Los charrúas, ávidos de venganza, atacan de noche la guarnición de los conquistadores en San Salvador, que asolan e incendian. Yamandú, otro cacique guaraní, captura a Blanca y huye con ella. Orgaz reorganiza a los suyos para acudir al rescate de su hermana, sin éxito. Finalmente es Tabaré el que rescata a Blanca matando a Yamandú, que la pretendía sacrificar, para devolverla sana y a salvo a San Salvador. Pero Tabaré, cuando está llegando a la villa española con Blanca en sus brazos, es atravesado por la espada de un colérico Don Gonzalo, incapaz de entender la buena acción del charrúa: «Ya Tabaré a los hombres / ese postrer ensueño / no contará jamás… Está callado. / Callado para siempre, como el tiempo. / Como su raza, / como el desierto. / Como la tumba que el muerto ha abandonado. /¡Boca sin lengua, eternidad sin cielo!». Bellísimos versos finales de Tabaré con los que se comprueba que, como sostiene Elvira Roca Barea, “una de las consecuencias perdurables de la obra de fray Bartolomé es haber contribuido notablemente al nacimiento del mito del edén indígena aplastado por el malvado hombre blanco”. Español y católico, para más señas, debió añadir la historiadora malagueña.
Los gavilanes (1923) de Jacinto Guerrero (1895-1951) se desarrolla durante 1845 en la Provenza francesa. Pero Juan, el protagonista (el «gavilán», como se iba a haber titulado inicialmente la zarzuela), es un indiano. ¿Qué pinta un indiano en Francia si la figura del indiano no era francesa, sino española? No deja de ser peregrino que, después de amasar un capital en las Américas, un indiano vuelva desde Perú a su aldea en… Francia. Ya esta incongruencia llamó la atención de los críticos y así el de El Imparcial reprochaba a Guerrero que «no haya hecho a los personajes vizcaínos, montañeses o gallegos, regiones donde tanto abundan los indianos». Está claro que Los gavilanes tiene poco que ver con Francia y que la acción se podía haber desarrollado perfectamente en cualquier provincia española. ¿Entonces se trata de sacudirse la culpa de la recurrente codicia española y endosársela a los vecinos franceses? No parece ser: el musicólogo Alberto González Lapuente ha especulado con la posibilidad de que esta ubicación distanciada se precipitara a última hora y respondiera al temor de que la obra pudiera ser censurada por su ridiculización de las fuerzas del orden (Triquet, el jefe de policía) y la autoridad civil (Clariván el alcalde: «mandaré colgar a todos los concejales»). Y es que el golpe de estado de Miguel Primo de Rivera, perpetrado apenas tres meses antes del estreno de la zarzuela, estaba demasiado reciente como para andarse con tópicos y bromas contra la patria.
El caso es que Los gavilanes está incluida en la relación de obras que fomentaron la «leyenda negra» porque el libretista José Ramos Martín (1892-1974, que siguió los pasos de su padre Manuel Ramos Carrión, quien ya vimos que aportó en El rey que rabió y La bruja su granito de arena a la hispanofobia) se prestó a la causa, presentando a Juan como un enfermo de aquella fiebre que afectó a españoles: «Ánimo, pensé yo: ¡a la conquista del oro! Pero no se conquista tan fácilmente. Tuve que arrancar con mis manos el codiciado filón», confiesa el indiano en un momento de la zarzuela. Defecto el del ansia por los metales preciosos que, de existir, seguro que debió ser común con portugueses, ingleses, franceses, norteamericanos, italianos, belgas, holandeses, alemanes porque, aunque se sombree, también ellos saquearon todo lo que pudieron en América y otros continentes. Con Tabaré y Los gavilanes tendríamos, como resume Juderías, «las bases de la leyenda de nuestra colonización: crueldad implacable e insaciable sed de riquezas».
Till Eulenspiegel es un personaje del folclore alemán, medio bufón, medio saltimbanqui, cuyas andanzas se sitúan en torno a 1350 (o sea, con bastante anterioridad a 1492, año clave en el odio hacia España) y que fue ahorcado por sus fechorías tras sentencia de un tribunal de la zona (o sea, sin que el inquisidor Torquemada tuviera nada que ver). Las correrías de ese Till Eulenspiegel fueron las que el compositor Richard Strauss había glosado en su célebre poema sinfónico Las travesuras de Till Eulenspiegel de 1895. Pues bien, un escritor belga, Charles de Coster (1827-1879) publica en 1867, basándose en dicha tradición popular, todo un hito de lo «negrolegendario«: la novela La légende et les aventures héroïques, joyeuses et glorieuses d’Ulenspiegel et de Lamme Goedzak au pays de Flandre et ailleurs. En ella De Coster modifica el espacio y el tiempo a su antojo y nos encontramos, por arte de magia, al pícaro alemán Till, que ahora es una mezcla de héroe popular e injusta víctima, moviéndose por los Países Bajos durante la revuelta de las Diecisiete Provincias contra la Corona de España que tuvo lugar de 1549 a 1581; o sea, dos siglos después del marco temporal en que vivió el personaje. Para que así el novelista pueda echar mano del tiránico Carlos I, de su fanático hijo Felipe II, de la feroz Inquisición, de los temidos Autos de Fe, del Duque de Alba que se comía a los niños, de la decapitación de los condes Egmont y Horn, etc. No falta detalle en este venenoso popurrí.
El terreno estaba fértil para sembrar desde hacía casi trescientos años. El príncipe flamenco Guillermo de Orange-Nassau en su Apología publicada en 1581 acusó a Felipe II de haber contraído matrimonio secreto con Isabel Osorio antes de casarse con María Manuela de Portugal, de asesinar a su hijo Carlos y de envenenar a su esposa Isabel de Valois. Los infundios se extienden como la pólvora y el rey de España, dueño de medio orbe, pasa a ser el «Demonio del Mediodía». Y empieza la cacería. Voltaire escribe: “Felipe tomaba en mano un crucifijo cuando ordenaba un asesinato”. Y Schiller remata la revancha contra Felipe II: “Era Rey y Cristo y fue malo en ambas calidades, porque quiso unirlas en una sola. Jamás fue hombre para el hombre, porque jamás salió de suyo para descender, sino para subir». Más tarde el autor alemán le dará pátina cultural a la patraña de que el monarca había mandado asesinar a su hijo el infante Don Carlos en su famoso drama teatral Dom Karlos, Infant von Spanien.
En este punto es interesante lo expuesto en la Novísima Historia Universal por los historiadores franceses Ernest Lavisse y Alfred Rambaud sobre Felipe II: “Si los españoles le hicieron objeto de un culto, la mayor parte de los extranjeros maldicen su despotismo su crueldad y su intolerancia”. Para estos autores, esto se debe a que el monarca se granjeó antipatías “de las naciones que en las edades siguientes han creado y encauzado la opinión pública: Holanda, Inglaterra y Francia. Cada una de ellas tenía un agravio que vengar: la una sus angustias de la guerra por la independencia; la otra una tentativa temible contra sus libertades religiosas; Francia, en fin, las perturbaciones en que por poco perecen su libertad y su poderío”. Está claro, y lo seguimos comprobando hoy, que quien controla la propaganda, maneja el mundo.
Y Charles de Coster recoge el testigo en su Till Eulenspiegel, perfecto ejemplo de cómo convertir un bulo en obra de arte y de llevar a la práctica y de manera modélica la habitual técnica del boomerang de la imperiofobia. Su modus operandi siempre es el mismo: se lanzan medias verdades a través de la propaganda, que se propulsan situando su procedencia en el boca a boca del pueblo para así darles verosimilitud y credibilidad y todo ello se ennoblece por la colaboración de un literato de prestigio que cierra el círculo devolviendo enriquecido un relato con apariencia culta, rigurosa y perfectamente empaquetado para difundir el odio al imperio español. Y para pulir más aún el instrumento arrojadizo, se le pone música. Y así, la novela de ficción del belga, convertida en libelo propagandístico de la «leyenda negra», empieza a dar juego como argumento de obras musicales y la mancha de la difamación se empieza a extender implacablemente. La jugada es maestra.
Primero el compositor alemán Walter Braunfels (1882-1953) escribe una ópera a partir de la misma base literaria: Ulenspiegel, estrenada en Stuttgart en 1913, en la que, entre imponentes e inexorables marchas post-mahlerianas, citas a la Tetralogía wagneriana y fúnebres cánticos del Dies irae, los personajes tratan inútilmente de escapar de las atrocidades de los tercios españoles. Curiosamente Braunfels es autor de una ópera a partir de otra obra teatral de Tirso de Molina: Don Gil de las calzas verdes (1924), esta vez sin cebarse contra España, como también hizo por cierto Tomás Bretón convirtiendo la pieza de fray Gabriel Téllez en zarzuela en 1914. Pero la faceta más conocida de Braunfels es haber sido señalado durante el nazismo y enclavado en las listas de compositores degenerados (Entartete Musik), aunque quizá la razón de mayor peso para su inclusión en el listado fue la negativa de Braunfels al encargo del mismísimo Hitler de componer el himno del partido nacionalsocialista.
Hay una segunda ópera, Il prigioniero / El prisionero (1944) del italiano Luigi Dallapiccola (1904-1975), que bebe también en la novela de Charles de Coster, pero sobre todo en La tortura por la esperanza (de Los cuentos crueles), del escritor francés Auguste Villiers de L’Isle-Adam. Esta pieza operística, que arremete especialmente con saña contra Felipe II (se le menciona como «el Búho, hijo del Buitre«) y el Gran Duque de Alba («Feroz Duque de Alba, ¿dónde te escondes? Después de la masacre, la vida renace…¿No oyes las voces de los niños?«), ya se analizó en la primera entrega de la serie sobre la “leyenda negra” en la ópera.
Pero ni Coster ni Villiers fueron los únicos en vilipendiar a los monarcas y héroes de la Corona: la corriente antiespañola también tuvo su caldo de cultivo en la propia España durante nuestra Ilustración y nuestro Romanticismo en paralelo al que se cocía en las naciones enemigas europeas. Esto escribe en 1805 el ilustre afrancesado de nuestras Letras, Manuel José Quintana (1772-1857), sobre Felipe II en boca de su padre el emperador en El panteón de El Escorial: «¿Las oyes? Esas voces / de maldición y escándalo sonando / de siglo en siglo irán, de gente en gente. / Yo el trono abandoné, te cedí el mando, / te vi reinar… ¡Oh errores! ¡Oh imprudente / temeridad!». La mismísima reina Isabel II coronó en un acto solemne a Quintana como poeta nacional español, quién sabe si como agradecimiento a sus versos contra sus antecesores de la dinastía de los Austrias. Otro ilustre galicista, el dramaturgo Duque de Rivas (1791-1865), en su poema escrito en 1838 Una noche en Madrid en 1578, que trata sobre los sucesos de Escobedo y Antonio Pérez, se cebaba así con Felipe II: «de edad cascada y marchita, / macilento, enjuto, grave, / rostro como de ictericia; / ojos siniestros, que a veces / de una hiena parecían, / otras vagos, indecisos / y de apagadas pupilas. / Hondas arrugas, señales / de meditación continua, / huellas de ardientes pasiones / mostraba en frente y mejillas. / Y escaso y rojo cabello, / y barba pobre y mezquina / le daban a su semblante / expresión rara y ambigua». Y eso que Ángel de Saavedra y Ramírez de Baquedano era un Grande de España. Como diría Juderías, nuestros afrancesados seguían «las doctrinas de los grandes difamadores de nuestra patria».
El libelo de Charles de Coster inspiró una tercera ópera protagonizada por el mismo personaje de ficción. El compositor soviético Nikolai Karetnikov (1930-1994), en colaboración en el libreto con el director de cine Pável Lunguín (ganador en 1990 del Premio al Mejor Director del Festival de Cannes por su película Taxi blues), compone Till Eulenspiegel en la clandestinidad durante 1983. Aún quedaba más de un lustro para que el Telón de Acero empezara a resquebrajarse y el argumento podía entenderse como una crítica al inmovilismo comunista. Para evitar su censura, la ópera fue grabada en sesiones secretas con la orquesta por un lado y con los solistas vocales por otro, mezclándose posteriormente todas las pistas de audio, a la manera de una banda sonora para el cine y siendo estrenada definitivamente en 1993, tras el colapso de la URSS, en Bielefeld, Alemania. Till Eulenspiegel es, hay que reconocerlo, una ópera impresionante (a la altura de los grandes títulos rusos del siglo XX como Lady Macbeth del distrito de Mtsensk de Dmitri Shostakovich, La pasajera de Mieczysław Weinberg o La vida con un idiota de Alfred Schnittke) y repleta de momentos impactantes como la escena de la coronación durante el carnaval, la ejecución de Klaas, el interrogatorio y tortura a Till, la batalla entre los Mendigos del mar y el ejército imperial, Till camino del patíbulo, el sueño de Felipe II, etc. Y para ello Karetnikov recurre a una apabullante mezcla de estilos: polifonía renacentista, música palaciega, baladas de trovador, coros en latín, empleo de órganos y campanas de iglesia, canciones y danzas populares, marchas y fanfarrias militares, percusión abundante, marañas aleatorias, clusters dodecafónicos, etc.
El de Karetnikov es el último ejemplo musical de que el huevo de la serpiente del odio y rencor a España y a lo que significaron para la Humanidad los logros de su Imperio, se prolonga casi hasta nuestros días y que, por desgracia (o por suerte, siempre que las obras al menos mantengan un mínimo nivel de calidad), va a seguir dando sus frutos. Y la demostración de que la ponzoña está arraigada de una manera profunda, eficaz y duradera mientras se siga agachando la cabeza y se continúe sin hacer nada para contrarrestarla. Como resumió Julián Juderías: “A la indiferencia de los españoles por sus propias cosas (…) oponían los extranjeros, bajo el influjo de la pasión política y del prejuicio religioso, una perseverancia en la difamación cuyos efectos se notan todavía (…). A sus vociferaciones contestó España con el silencio y la leyenda ominosa y terrible tejió en torno a aquellos días de nuestra grandeza su red tenebrosa de bien urdidas calumnias”. Así hemos consentido que se escriba nuestra Historia.
Rafael Valentín-Pastrana
Bibliografía:
– Rafael Valentín-Pastrana: Un indiano en la Provenza. www.eltema8.com, 2021.
– Mario Lerena: «Los gavilanes” y el sueño americano: una zarzuela entre dos mundos. Teatro de La Zarzuela, 2021.
– Rafael Valentín-Pastrana: El rey (Borbón) se divierte: zarzuela y «leyenda negra». www.eltema8.com, 2021.
– Rafael Valentín-Pastrana: ¡Son noventa los días que te quedan! www.eltema8.com, 2021.
– Rafael Valentín-Pastrana: Don Juan se echa al monte. www.eltema8.com, 2020.
– Andrés Ibáñez: La ópera de los inconformistas. Teatro Real. Madrid, 2020.
– Rafael Valentín-Pastrana: «Farinelli», una gran ópera española de un señor de Salamanca. www.eltema8.com, 2020.
– Mª Elvira Roca Barea: Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados hasta nuestros días. Espasa Calpe. Barcelona, 2019.
– Rafael Valentín-Pastrana: «Don Carlo» de Verdi o todos contra Felipe II: ¿imperiofobia…imperiofilia?. www.eltema8.com, 2019.
– Mª Elvira Roca Barea: Imperiofobia y leyenda negra. Ediciones Siruela. Madrid, 2016.
– Julián Juderías: La Leyenda Negra de España (1914). Edición y prólogo de Luis Español. La Esfera de los Libros. Madrid, 2014.
– Luis López Morillo: El rey que rabió. Una zarzuela ‘pre-regeneracionista’. Teatro de La Zarzuela. Madrid, 2007.
– Víctor Sánchez Sánchez: Tomás Bretón, un músico de la Restauración. Instituto Complutense de Ciencias Musicales. Madrid, 2002.
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Excelente artículo. Llevo años preguntándome el porqué de la Leyenda Negra después de tantos años. Gracias por abrirme los ojos. Ruego me envíe más artículos.
Gracias a ti por dedicar tu tiempo a leerme y por tus amables palabras 🙂
He descubierto un blog sencillamente magnífico. Desde este momento me suscribo. 👍
¡Muchas gracias y bienvenido, Roberto!