Con libreto de Joseph Méry (fallecido durante su escritura, como ya le ocurrió a Salvatore Cammarano durante la gestación de Il trovatore) y Camille du Locle, basado en la obra Don Carlos, Infant Von Spanien (1787) de Friedrich von Schiller, la ópera de Giuseppe Verdi fue un encargo de la Ópera de París (como también lo había sido Les vêpres siciliennes de 1855) con motivo de la Exposición Universal de 1867 y estrenada en su versión original en francés (Don Carlos) el 11 de marzo de ese año. La obra contaba con todos los peajes de la Grand Opèra de obligada incorporación si pretendía ser estrenada en Francia (temática histórica, cinco actos, seis personajes, coro, figuración, ballet…). Pero para su adaptación al italiano (Don Carlo), y no habiendo quedado demasiado satisfecho de algunas secciones y viendo que la duración de casi cuatro horas era excesiva para las convenciones de la época, Verdi llevó a cabo tres nuevas versiones: Nápoles (1872), Milán (1884) y Módena (1886), lo que demuestra el cariño que le tenía a esta ópera su compositor.
La versión que estos días se representa en el madrileño Teatro Real es la reestrenada en el Teatro alla Scala de Milán el 10 de enero de 1884, acortada en unos cincuenta minutos y adaptada al italiano por Achille de Lauzières y Ángelo Zanardini y que, a pesar de ser más representada y grabada que la francesa, es menos sólida que ésta al aligerar Verdi el Acto I (ubicado en el palacio y aledaños de Fontainebleau, que funcionaba a manera de prólogo), suprimir no muy acertadamente otras escenas en el resto de actos ya que eran necesarias para dar sentido a algunas tramas y eliminar el ballet (que recopilaba temas musicales de la época de los Austrias, única referencia musical a España aparte de la canción del velo de Éboli a ritmo de seguidilla). Y sobre todo por la musicalidad que estaba adaptada inicialmente por Verdi al idioma francés y que en las posteriores traducciones al italiano pierden el encanto y elegancia iniciales al forzarse en ocasiones la métrica del nuevo texto para que encajara en las líneas melódicas compuestas originalmente por Verdi y que éste mantuvo inalteradas (apreciable en la conmovedora aria de Felipe II «Ella giammai m’amò!» heptasílabo en italiano frente al octosílabo original «Elle ne m’a jamais aimé!» en francés). Como excepción, sólo la escena entre Posa y el Rey del Acto II (en el que el marqués narra al monarca las injusticias que sus tercios están cometiendo en Flandes) fue compuesta por Verdi expresamente para el texto en italiano, a partir de versos escritos por Antonio Ghislanzoni, el futuro libretista de Aída (1871).
Schiller centra su obra en los esfuerzos de Rodrigo, marqués de Posa, por liberar Flandes de la monarquía española, convenciendo y utilizando al príncipe Carlos, hijo primogénito del poderoso Felipe II con la reina María Manuela de Portugal, para que se sume a la causa. A la vez asistimos a los furtivos amoríos entre el infante Carlos (también pretendido por la princesa de Éboli) y la que sería su madrastra Isabel de Valois. Y mucha Inquisición. Quizá sea el de Don Carlos el personaje verdiano que más se aleja de la realidad histórica. Y es que, pese a lo difundido por Guillermo de Orange en su libelo Apología para extender interesadamente la negativa propaganda de la «leyenda negra», la personalidad del infante español no se corresponde con ninguna de las caracterizaciones idealizadas que de él hicieron Schiller primero y después Verdi y sus libretistas: enamoradizo, desinteresado, generoso, idealista, leal, libertario… Los textos y tratados de la época sin embargo lo describen como deforme, perturbado, manipulable y con tendencias sádicas. En 1568 su padre se vio obligado a detenerle acusado de conspiración; el infante Carlos moriría ese mismo año en prisión tras una breve huelga de hambre, que no pudo llevar muy lejos por su patológica debilidad física, mientras se llevaban a cabo los preparativos del proceso judicial. Tenía veintitrés años de edad. En palabras del historiador José Varela Ortega «La realidad es que Don Carlos no fue asesinado por Felipe II, según han demostrado los historiadores. Pero en este caso, como también en otros, se consagró la estampa por encima de los hechos».
El célebre dúo de la «amistad» o de la «libertad» entre el marqués de Posa y Don Carlos (un papel que –por cierto, ahora que el tenor está por motivos extramusicales en el candelero– le venía como anillo al dedo a Plácido Domingo, que lo interpretó y grabó a menudo en las décadas de los 70 y 80, su época de plenitud vocal y coherencia a la hora de escoger sus personajes) establece en realidad, bajo la nobleza y elegancia de la melodía a dos, que funciona en la ópera a manera de repetido leitmotiv wagneriano (se pueden apreciar ya en la versión francesa de Don Carlos más detalles de la influencia del compositor de Tannhäuser: como pone en valor el estudioso José Luis Téllez, la estructura musical queda liberada de la tradición italiana aria-cavatina-cabaletta, al optar Verdi por números cerrados pero que no se cierran, sino que van enlazándose sucesivamente con otras secciones hasta el punto de articular bloques más amplios en los que basculan tonalidades diferentes y con una densidad armónica inédita hasta entonces en el operista de Busseto), un pacto de traición a la corona de los Austrias (eso sí, de prodigiosa teatralidad, con la división de la escena en dos planos paralelos: la conspiración de Carlos y Posa y los esponsales del monarca con su tercera esposa). En definitiva y pese a la nula base histórica y real de lo narrado en Don Carlo y, en palabras del propio Verdi, «Copiar lo verdadero puede ser algo bueno, pero inventar lo verdadero es mejor, mucho mejor». Del «basado en hechos reales» se pasa, aunque se omite confesarlo, al «todo parecido con la realidad es pura coincidencia»…
Una de las escenas más polémicas es el Auto de Fe, del Acto III, que no existía en el drama de Schiller y que Verdi y sus libretistas incorporan a la ópera para cargar las tintas. Por allí desfilan, a ritmo de marcha fúnebre, los herejes condenados a morir en la hoguera acompañados de los cantos de los monjes dedicados al Juicio Final ante la atenta mirada del Gran Inquisidor y los funcionarios del Santo Oficio. En palabras del musicólogo András Batta, «el gran conjunto central del final no es de ninguna manera una exposición neutral de unas determinadas circunstancias: en esta escena se muestra claramente la opinión de Verdi sobre las fuerzas positivas y negativas del drama. El solo extremadamente rítmico de Felipe II en un tono menor, reflejo del poder y la razón de estado, choca aquí con la melodía del himno en tono mayor de los diputados flamencos que defienden una causa justa». Poco importa (la imperiofobia sigue imponiendo hoy día argumentos y guiones) que los procesos inquisitoriales con ejecuciones públicas hubieran prácticamente desaparecido en España a partir de 1562, mientras que la ópera se desarrolla más de un lustro después en torno a los últimos años de vida de Don Carlos.
Importancia capital en la ópera tiene la escena del enfrentamiento entre el Gran Inquisidor y Felipe II. Según escribe la estudiosa Sigrid Neef, «La cuestión y motivo principal de esa lucha es defender la superioridad de uno de los dos poderes enfrentados: el religioso y el político. En la época de Felipe II este dilema habría resultado anacrónico, pero en tiempos de Schiller e, incluso posteriormente, en los del propio Verdi hacia 1867, era de una capital importancia ya que entonces se empezaba a plantear la separación entre Iglesia y Estado. Por ello la escena refleja más bien la problemática de los siglos XVIII y XIX». Asunto que, dicho sea de paso, aparece también recurrente y periódicamente en el discurso de los políticos españoles según les convenga atizar el fuego entre sus bases. Como escribe Joan Matabosch, «el encaramiento del Rey y el Gran Inquisidor es mucho más que un pulso entre dos hombres que desconfían uno del otro. Se trata de una tempestuosa colisión entre el poder del Estado y el poder de la Iglesia, en la que Verdi no permite que dudemos ni por un instante sobre quien va a acabar tomando las riendas: la Iglesia es la más poderosa y la más despiadada. Por eso, en la escena del choque entre ambos colosos las simpatías del público se ponen a favor del Rey, que suscita nuestra compasión porque en este caso es la víctima. Y eso a pesar de que este Felipe II diseñado por Schiller y Verdi –tan alejado de la realidad histórica como toda la trama argumental de la ópera– dista mucho de ser amable: inflexible, déspota, fanático en su obsesión por preservar a sus súbditos de la contaminación herética, tiránico y neurótico como esposo. Y, pese a todo, ese rey-padre suscita compasión». Escena que, por su crítica a la Iglesia (y por extensión al Papado de Roma, contra el que Verdi se mostró siempre muy beligerante) indignó a Eugenia de Montijo, que había asistido junto a su marido Napoleón III al estreno parisino de Don Carlos.
El precipitado final de la ópera, basculando entre lo justiciero, lo místico y lo milagroso, en el que el espíritu del emperador Carlos I, se aparece por arte de magia en su sepulcro del Escorial («Severo y terrible como el feroz soberano que lo construyó», describiría Verdi a la octava maravilla del mundo) ante su hijo Felipe y el Inquisidor (dos de las bestias negras de la imperiofobia) para impedir que ajusticien a su nieto Don Carlos es otro delirante dislate de los muchos que se han propagado para fomentar el odio…y el auto-odio que ha calado eficazmente en ciertos españoles hacia su historia y sus monarcas. Nos consta que el compositor hubiera preferido cerrar la ópera con el dúo de despedida entre Carlos e Isabel, en el que hijastro y madrastra se consuelan y despiden ante la proximidad de reencontrarse en el más allá, como sí llevará a cabo Verdi en el sublime dúo final de su siguiente ópera Aída.
En 1883, mientras Verdi preparaba la versión milanesa de Don Carlo, le reconocería por carta a su editor Giulio Ricordi a propósito de la obra original de Schiller: «En este drama, a pesar de su forma brillante y sus nobles ideas, todo resulta falso. Incluso el mismo Don Carlos era una persona demente, colérica y repulsiva. Isabel nunca estuvo enamorada de él. Posa es un ser imaginario que jamás podría haber existido durante el reinado de Felipe II. En la obra el Rey dice cosas como «Cuídate de mis inquisidores» o «¿Quién me devolverá esta muerte?» (…) Resumiendo: en este drama no hay ningún episodio histórico». Verdi, hombre de contrastes, que en su ópera presentaba inicialmente a Felipe II como el villano, lograba finalmente convertirle en el personaje más humano y que despertaba más compasión de la obra tras verse traicionado o manipulado y luchar contra todos (hijo, esposa, marqués, princesa, inquisidor, padre…) a lo largo de los cinco actos, y se abrazaba finalmente a la «leyenda dorada» (definida por José Varela Ortega como «la admiración e imitación que suscitó nuestro país» entre los extranjeros), agradecido a la imperiofilia española que tantos glorias le había deparado durante su carrera y con la que seguiría cosechando éxitos: Ernani, Alzira, Il trovatore, Les vêpres siciliennes, Simon Boccanegra, La forza del destino…
Rafael Valentín-Pastrana
Videobibliografía:
– Joan Matabosch: Seis personajes atrapados entre lo público y lo privado. Teatro Real. Madrid, 2019.
– José Luis Téllez: Don Carlo. Teatro Real. Madrid, 2019.
– Carmen R. Santos: Entrevista a José Valera Ortega. ABC Cultural. Madrid, 2019.
– Rafael Valentín-Pastrana: Un ajuste de cuentas (musical) con #PlacidoDomingo. www.eltema8.com, 2019.
– Rafael Valentín-Pastrana: Trove, trove el trovador. www.eltema8.com, 2019.
– Rafael Valentín-Pastrana: ¡Falstaff inmenso, enorme Falstaff! www.eltema8.com, 2019.
– Rafael Valentín-Pastrana: Lucía y los hombres. www.eltema8.com, 2018.
– András Batta/Sigrid Neef: Ópera. Könemann Verlagsgesellschaft mbH. Colonia, 1999.
– Charles Osborne: Verdi. Macmillan London Limited. Londres, 1978. Edición española: Salvat Editores S.A. Barcelona, 1985.
Nota: Las imágenes incluidas en este post de la representación y ensayos de Don Carlo son © Teatro Real / Javier del Real. Madrid, 2019.
Este post está dedicado al gran verdiano Manolo Gomis, con el que compartí infinidad de viajes musicales, conciertos y funciones de ópera, entre ellos un Don Carlo (Kaloudov, Falcone, Hynninen, Ciesinski, Ros Marbá y Lluís Pasqual) en el Teatro de La Zarzuela en mayo de 1985.