El Tema 8

El tema 8 es como el primer amor: no se olvida nunca.

La «leyenda negra» en la ópera

La «leyenda negra» abarca ya quinientos años de textos (con composiciones musicales que cubren cerca de tres siglos) a base de tópicos, infundios, medias verdades, encargos a la carta y perjuicios impuestos -y a menudo asumidos por falta de autoestima en un delirante proceso de autodestrucción y auto-odio nunca visto en otros países pero que ha calado eficazmente en la consideración negativa y derrotista de ciertos españoles hacia su propia historia y sus monarcas: es la fracasología– para socavar el poder y la grandeza de un imperio surgido a finales del siglo XV y en el que llegó a no ponerse el sol. Toda una eficaz y dañina campaña prolongada en el tiempo (incluso hasta hoy mismo: no hay más que ver los verdaderos objetivos de esos movimientos sociales globales, aparentemente espontáneos pero perfectamente orquestados, que han surgido con el pretexto racial del «Black Lives Matter»: muere un ciudadano negro a manos de un policía norteamericano y la reacción es…derribar o retirar estatuas de conquistadores y misioneros y quemar o vandalizar iglesias e imágenes católicas. O sea que siguen molestando la Conquista y la Cruz) que ha contado con la inestimable colaboración, como peones de la engrasada maquinaria de propagar el veneno, de ilustres músicos como Vivaldi, Rameau, Beethoven, Donizetti, Verdi, Offenbach o Bernstein recurriendo a textos de figuras como Voltaire, Schiller, Goethe, Oscar Wilde, Mérimée o Victor Hugo. Todos ellos, además de otros no tan conocidos pero igualmente entregados a la causa, hicieron volar sus fantasías musicales y dramáticas, sin atenerse demasiado al rigor histórico sino dejándose llevar por la corriente de pensamiento dominante. Consiguiendo, todo hay que reconocerlo, algunas obras maestras imperecederas en el tiempo por su gran calidad, pero también posibilitando que la llama de la imperiofobia no se apagara a lo largo de cinco siglos, recurriendo para lograr sus objetivos a sacar a pasear a Hernán Cortés, al Duque de Alba, al infante Don Carlos, al inquisidor Tomás de Torquemada…

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Algunas de las imágenes icónicas difundidas por la propaganda antiespañola. De izquierda a derecha y de arriba a abajo: indígenas americanos torturados, matanza en la Grand Place de Bruselas, quemado y colgado de rebeldes holandeses y Auto de Fe presidido por la Inquisición.

La «leyenda negra» contra España tiene sus orígenes en la Italia humanista del Renacimiento, toma cuerpo en la Alemania luterana de las guerras de religión, para posteriormente tener su culminación y perfeccionamiento en los Países Bajos calvinistas, en la Inglaterra anglicana y en la Francia ilustrada. Pasemos a analizar cronológicamente algunas de sus más emblemáticas composiciones operísticas. 

Antonio Vivaldi (1678-1741) inaugura esta relación de óperas con Motezuma / Montezuma / Moctezuma (1733), basada en la Historia de la Conquista y progresos de América Septentrional conocida por el nombre de Nueva España escrita en 1685 por el Cronista Mayor de Indias, Antonio de Solís y Rivadeneyra, adaptada a su conveniencia por el libretista Girolamo Giusti para ajustarse al protocolo hispanófobo. 

«¡Mira cómo la sangre tiñe las olas! Por doquier llamas… ruinas… y este islote, aún pequeño para los pies reales, es todo lo que deja el tirano español» reflexiona Moctezuma al inicio de la ópera, resumiendo brevemente los prejuicios contra lo español: tirano sanguinario que destroza todo lo que encuentra a su paso. 

«He ahí a tu pueblo aplastado, tu ejército vencido y el destino de México en mis manos». Se vanagloria Cortés (en la ópera se le nombra por su nombre de pila… aunque como Fernando), que también se presenta como un inmodesto, vanidoso y un fanático católico: «En mí no encontrarás mancha que ensucie mi gloria. Es bien conocido por todos que hasta hoy, jamás he obtenido una victoria empleando viles trucos. Mi victoria es inmaculada. Con las armas defiendo los intereses de Dios y del mundo. Y si un monarca es considerado culpable de actos despreciables y viles, esas armas serán usadas para castigarle a él y a su reino». 

«¡Dioses, qué injuria! ¿Al mayor de los monarcas, tú, Fernando, lo condenas al castigo de un plebeyo? ¿Y vosotros, soldados, obedecéis sin dudar a un jefe tan cruel? ¿Éstas son las costumbres que traéis de España y Europa para plantarlas aquí, en nuestro mundo, sobre aquellos hombres que defienden su libertad, héroes ilustres?» Mitrena, la orgullosa y altiva esposa de Moctezuma, da lecciones de costumbres civilizadas al representante de la corona española. «Ahora hay que pensar en utilizar todos los medios para que los bárbaros sean quemados y destruidos. Los guerreros sobrevivientes esperan impacientes el momento de incendiar este nido de perversión y matar a ese jefe sin fe ni ley». Asprano, un general azteca, justifica la venganza contra los soldados españoles empleando medios de aniquilación novedosos para sus costumbres (rajar a las víctimas de arriba abajo, extraerlas el corazón aún latiendo y comerse sus vísceras): quemar al enemigo.

«Todas nuestras decisiones son consideradas tiránicas. No desapruebo tu justa indignación, pero que un monarca sea capturado, sin defensa, me parece dura ley y grave ofensa». Ramiro, el hermano «bueno y razonable» de Cortés (y que, todo hay que decirlo, está enamorado de Teutile, la hija de Moctezuma), aliado de los mexicanos, le reprocha su actitud y le acusa de aplicar la justicia de manera extrema. 

«¡Calla, cruel tirano, y escucha tus infamias! Ésas fueron las ocasiones en que tú te disfrazaste de huésped y embajador, en que nos engañaste con tus astutos métodos y malvados proyectos. Incluso cuando tu mano estaba cubierta de sangre la casa real te dio la bienvenida. Adoptamos tus principios que cubriste de honestidad para convertirte en nuestro íntimo. Y ahora que vivimos en paz, según tus costumbres; y que hemos abandonado a los dioses, veo el quebranto de toda ley, veo cometerse cien actos crueles en contra mía y veo al pueblo levantado en armas. Nuestro pueblo fue destruido, y tú eres el vencedor. Henchido de soberbia desprecias a todos. No te queda sombra de piedad ni de virtud. Todo está destruido y los valientes, muertos. Y testigos de tantas ruinas, de lágrimas y penas, mi esposo y mi hija ¡oh, cruel! sufren encadenados». Mitrena acusa a Cortés de falso y ladino, de soberbio y de impío. Y de haber obligado a los aztecas a abandonar sus pacíficas tradiciones para aún así seguir destruyendo su imperio. «Lleno de orgullo y rabia, el enemigo de este reino se jacta de su crueldad. Sus bárbaras intenciones no respetan nada ni a nadie, no conocen la ley». La misma línea de reproches a Cortés le hace Asprano.

«Destruye con tu corazón impío los últimos vestigios de nuestra grandeza. Que corra en torrentes por las calles, mezclada con lodo, la sangre mexicana. Arrasa, ingrato, nuestros dioses, templos y leyes. Presume de haber causado nuestro holocausto». Le reprocha Teutile a Ramiro por no rendirse y defender a Cortés. y le hace corresponsable de todos sus crímenes.

«Los jefes españoles triunfan, arrogantes, sobre nuestras ruinas y, seguros de su victoria, festejan con gran pompa la caída del imperio, mi muerte, la humillación de mi hija y tu esclavitud». Moctezuma, derrotado, se lamenta de la crueldad de Cortés y sus hombres.

«Pueblo vencido, el destino os trae un nuevo rey a quien amar, ¡un nuevo dios! Así como usos y costumbres más civilizadas y dignas. Pensadlo bien antes de provocar la ira de vuestro nuevo dios. Este trono donde me siento no es para mí. ¡Lo he ganado y lo entrego a la Corona Española!». El conquistador se dirige poderoso y triunfante a los mexicas derrotados. Aunque la ópera concluye con un conciliador final, con Cortés ofreciéndole la cogobernanza a Moctezuma y bendiciendo la unión matrimonial entre Teutile y Ramiro.

De 1735 es la ópera-ballet Les Indes galantes / Las Indias galantes de Jean-Philippe Rameau (1683-1784), con libreto en francés de Louis Fuzelier y ambientada en cuatro localizaciones exóticas: Turquía, Perú, Persia y las colonias francesas de Norteamérica. En la trama peruana nos encontramos con un sacerdote inca (Huáscar), que trata de evitar que una princesa local (Phani) caiga rendida a los encantos de un soldado español (Don Carlos) por el que se siente atraída.

La conquista que llevó a cabo Francisco Pizarro también ha dado mucho juego a la imperiofobia. Al igual que a los soldados de Cortés, a los despiadados conquistadores del Perú, según los ilustrados escritores y músicos franceses, sólo les movía el ansia por el oro y la destrucción de las Indias: «Sí, pérfida, amáis  / a uno de nuestros detestables vencedores. / ¡Cielos!… ¿Os pondríais en sus manos? / Es al oro al que con complacencia, / sin saciarse jamás, devoran esos bárbaros. / ¡El oro que adorna nuestros altares / es el único dios al que esos tiranos adoran!»

El chauvinismo francés se caracterizó por ponderar exageradamente la grandeur francesa y para ello se esforzó en denigrar todo lo que venía de España, su más odiado enemigo, especialmente desde que Carlos I venciera a las tropas francesas en la batalla de Pavía en 1525 y detuviera y humillara a su rey Francisco I. A pesar de liberarle al año siguiente tras la firma del Tratado de Madrid en el que Francia renunciaba a sus exigencias territoriales sobre el Milanesado, Nápoles, Flandes, Artois y Borgoña, el rencor les duró ciento setenta y cinco años a los vecinos del norte, que se tomarían cumplida venganza en 1700, a partir de que lograran el cambio de dinastía (no exento de polémica por inesperado y turbio) en favor de los Borbones. Y es con la Ilustración cuando Francia se suma a la corriente imperiófoba que venía de Italia, Alemania, Países Bajos e Inglaterra aportando su granito de arena a la causa al dotar a la hispanofobia de una pátina intelectual a través de los escritos de autores ilustrados como el abate Saint-Réal, Pierre Bayle, Madame d’Aulnoy, Montesquieu, Voltaire, Françoise de Graffigny, etc.

De nuevo volvemos al México de 1519, uno de los grandes filones para cebar la imperiofobia. Compuesta en 1809 por Gaspare Spontini (1774-1851, el operista de la célebre La vestale), esta vez el protagonista es el conquistador extremeño de Tenochtitlán: Fernand Cortez / Fernando Cortés (sic). Los escritores del libreto en francés fueron Étienne de Jouy y Joseph-Alphonse Esménard, parece que plegándose ambos a las indicaciones de Napoleón Bonaparte, que pretendía emplear esta ópera como música de propaganda para su campaña militar de invasión de España que estaba llevando a cabo, para lo cual los libretistas recurren al argumentario de la «leyenda negra» incubado durante los tres siglos que transcurrieron desde la hazaña de Hernán Cortés. Aunque curiosamente optan por un final reconciliador ya que el general francés debió preferir que el pueblo español le identificara con la faceta más magnánima del conquistador que cargar demasiado las tintas en el odio a lo español.

«De los prisioneros cristianos, oigo la impía voz, ellos han provocado todos nuestros males, ¡que su muerte sirva de expiación! ¡Que la justicia del dios vengador caiga y destruya al opresor! ¡Torturemos y golpeemos a las víctimas! Nuestra ira es legítima pues vengamos al imperio y a los dioses. ¡Sí, hagamos correr su odiosa sangre!» claman los aztecas tratando de justificar los motivos por los que unos exploradores castellanos apresados merecen ser torturados y sacrificados.

«Moctezuma me envía para ofrecer un digno premio por vuestras fatigas. Partid colmados de su generosidad, alejaos de nuestros mares con vuestros navíos cargados de oro. Moctezuma os abre el tesoro de sus riquezas. Aceptad estos dones que él ofrece a vuestro coraje, estos bienes que podrían convertirse en la fuente de vuestros males. Pero partid hoy mismo, embarcad en vuestros navíos y abandonad para siempre estas pacíficas tierras». Es la oferta que el príncipe tolteca le hace a Cortés y que despierta la avaricia entre sus tropas, provocando que los propios españoles incendien su flota y que los navíos se hundan. El ansia y la avaricia de los españoles por la plata y el oro ha sido desde siempre para la «leyenda negra» una de sus señas de identidad. 

«Hemos mantenido ociosas nuestras espadas demasiado tiempo. ¡Golpeemos a esa raza cruel! Y que la sonora trompeta inflame a nuestros valientes soldados, para que dentro de esos muros lleven el espanto y el terror de la batalla». Arenga el español a sus tropas, parece que echando de menos el no masacrar a los indígenas a todas horas.

«Los españoles, con su furia, guiados por Cortés, están trayendo el estrago hasta el interior de estos muros» se lamenta Telasco temiendo una masacre azteca, antes de que el vencedor ofrezca la paz a Moctezuma y se organice una reconciliadora fiesta general de ambas naciones, cuyo objeto principal es celebrar la unión de ambos mundos (sibilina referencia a lo bueno que se hermanaran España y Francia en la figura de Napoleón), con la que concluye la ópera de Spontini.

Aunque no es una ópera propiamente dicha, es oportuno traer a colación Egmont, Op.84 de Ludwig van Beethoven como la primera muestra perfeccionada de la hispanofobia en música, por la entidad de sus creadores y la excelencia de su acabado artístico. Se trata de música incidental compuesta por el genio alemán en 1810 para narrador, soprano, coro y orquesta a partir de la tragedia homónima escrita por Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) en 1788 en torno a la figura de Lamoral, príncipe de Gaure y conde de Egmont. Gobernador de la provincia de Holanda, Egmont había participado al servicio de la corona española, en las batallas de San Quintín y Gravelinas y era primo de Felipe II. En 1566, tras la quema y destrucción en Amberes de la imaginería y estatuas religiosas de las iglesias católicas alentadas por aristócratas locales (la conocida como Beeldenstorm / Furia iconoclasta fue la excusa para justificar las veleidades nacionalistas de un territorio controlado por diseminadas élites interesadas en mantener sus privilegios medievales, apelando a la religión), Felipe II manda a Fernando Álvarez de Toledo, Gran Duque de Alba (una bestia negra para los holandeses, como se irá viendo en otros ejemplos musicales) a sofocar la rebelión protestante y a encontrar a los responsables: el conde de Egmont y el conde de Horn son arrestados, condenados a muerte por alta traición y decapitados en la Grand Place de Bruselas el 5 de junio de 1568. 

En palabras del musicólogo José Luis García del Busto: «Al escribir su Egmont, Goethe no aspiró a seguir rigurosamente los hechos históricos sino que se interesó más bien por construir, partiendo de Egmont y su significación, un gran personaje, un modelo de héroe defensor de la libertad y de la justicia». Como iremos comprobando, una de las características de la «leyenda negra» es confundir deliberadamente historia y literatura (es como asegurarse la verosimilitud de lo narrado si el autor tiene nivel literario diciendo algo así como “Si lo han escrito Voltaire, Schiller, Goethe o Victor Hugo, es que será verdad…»). Eso sí, siempre sembrando elementos dañinos característicos de la imperiofobia:

«Un ejército extranjero acude con cadenas, forja los grilletes. Tu noble pueblo deberá soportar las ataduras. Tras los muros de Bruselas, el sombrío Duque de Alba manda con frío desdén a sus esbirros». Mentira: los Países Bajos pertenecían a la corona española de pleno derecho. Felipe II no era ningún extranjero invasor sino su rey natural, como lo era de España, por herencia de su padre Carlos I, quien a su vez lo había recibido legítimamente en herencia de su abuela María de Borgoña, duquesa de Saboya.

«Yo también salgo ahora de esta celda hacia una muerte honrosa. Muero por la libertad, por la que siempre viví y luché y a la que ahora me ofrezco en sacrificio». Falso: los príncipes holandeses se rebelaban contra unas leyes de proporcionalidad impositiva promulgadas desde España, que lo que trataban era de limitar los privilegios territoriales de los príncipes y de la nobleza de los diferentes condados de la zona. De hecho el corpus jurídico español lo respetó Guillermo de Orange, aliado primero y luego azote de las tropas del imperio, y se mantuvo vigente en los Países Bajos hasta bien entrado el siglo XIX.

«¡Juntad vuestras filas, españoles! ¡No os temo! A estos soldados sólo les impulsa la palabra vana del tirano, no su propia alma. ¡Ciudadanos, defended vuestro patrimonio!¡Seguid el ejemplo que os doy y no os duela caer por salvar lo que más amáis!». Se recurre al mantra de los soldados de los tercios españoles exclusivamente interesados por saquear y obtener el botín en los territorios, que ya vimos que era su santo y seña en México o Perú y que volveremos a ver en otros títulos operísticos.

Daniel-François Auber (1782-1871) puso de moda en 1828 el género Grand Opéra (estilo que triunfó en Francia hasta finales del siglo XIX y que imponía temática histórica, cinco actos, ocho personajes con papel protagonista, coro, figuración, ballet, aparatosa tramoya escénica…) con la obra La muette de Portici / La muda de Portici, con libreto de Eugène Scribe y Germain Delavigne.

La trama de la ópera, cuya acción transcurre en Nápoles durante 1647, es un curioso cruce entre tópicos de la imperiofobia y reivindicaciones feministas que encajarían perfectamente en el actual movimiento #metoo: Alfonso, hijo del virrey español de Nápoles, va a contraer matrimonio con Elvira. Pero Fenella, la hija muda de un pescador de la localidad cercana de Portici, a las faldas del Vesubio (que erupciona espectacular y fatalmente al final de la ópera), denuncia en el momento de la boda que años atrás fue seducida y abandonada por el noble español, tras aprovecharse de ella. El pueblo napolitano, indignado con los ocupantes por la tropelía y liderado por Masaniello, el hermano de la muchacha agraviada (que interroga a la chica: «¿Quién es el canalla? ¿Un español, quizá?», curiosa pregunta retórica de la que los libretistas ya tenían la respuesta), conjuran una rebelión contra los españoles: «¡Venganza! / ¡Mejor morir que vivir miserablemente! / ¿Hay peligro para un esclavo? / ¡El yugo que nos aprisiona debe caer / y bajo nuestros golpes, perecer el extranjero! / Unamos nuestras fuerzas contra el enemigo. / Cada uno de nosotros / tiene pendiente con ellos una ofensa. / ¡Y yo más que los demás! / ¡Venguémonos!».

Y efectivamente, Masaniello y sus seguidores, provocan una masacre entre los habitantes de Nápoles: «Sí, las antorchas han devorado los palacios, / los niños han muerto ahogados por sus madres, / los hermanos golpeados por sus hermanos. / ¡Ay! ¡Yo he visto todos esos crímenes! / Pero, tú lo sabes, yo no soy culpable». Lejos de reconocer con gallardía los errores y asumir con valentía la responsabilidad por las atrocidades cometidas, todo está justificado con tal de desalojar de tierras italianas a los españoles («¡No más esclavitud! ¡No más tiranos!»), a pesar de que gobernaban legítimamente en el reino de Nápoles.

Finalmente aquella revuelta del siglo XVII no trajo consigo la desocupación española del reino de Nápoles, para desgracia de la hispanofobia. De hecho el dominio español siguió perdurando en la zona itálica: cien años más tarde de la rebelión que se recoge en la ópera de Auber, nació en Portici en 1748 el que sería futuro rey Carlos IV de España, que se crió en Nápoles hasta ser designado Príncipe de Asturias en 1760. Pero precisamente una representación de La muda de Portici en Bruselas, el 25 de agosto de 1830, inflamó los ánimos de los espectadores belgas, que vieron un paralelismo entre el sitio de Nápoles con su  propia situación actual en que Bélgica pertenecía a los Países Bajos. Aquella función operística provocó grandes tumultos, que desembocarían en un movimiento popular que llevaría a los belgas a independizarse ese mismo año. 

Ernani (1844) de Giuseppe Verdi (1813-1901), con libreto de su fiel Francesco Maria Piave a partir de la obra dramática de Victor Hugo (1802-1885) de 1830 Hernani, está localizada en Aragón y Aquisgrán durante 1519. En esta ópera se presenta a un rey Carlos I de España encaprichado de la noble Elvira, que rechaza el amor del rey («El esplendor de una corona / no puede imponer al corazón sus leyes. / No debo aspirar al trono, / ni quiero el favor del rey») porque su corazón pertenece al proscrito y exiliado Ernani, que detesta al futuro emperador por haber matado a su padre y haberle arrebatado sus propiedades («¿Me conocéis? / Entonces sabréis con cuánto odio / os aborrece mi corazón. / Me habéis despojado de mis bienes, / de mis honores, y los vuestros / han dado muerte a mi padre»), si bien el monarca está dispuesto siempre a ejercer su cruel e implacable autoridad («Sabré sofocar para siempre / a estas hidras en sus cuevas / y destruiré cuevas y defensores. / Tu cabeza, traidor / no, no hay otra salida. / Entre tormentos hablarán / y señalarán al bandido»).

Los conspiradores en Ernani  (que, por descontado, son los que despiertan las simpatías de los escritores y el compositor) tratan infructuosamente de que el rey no sea investido emperador: «Carlos aspira al Sacro Imperio. / Que caiga antes / como una antorcha gastada. / Que no pisoteé los derechos / de los países ibéricos». Pero no lo pueden impedir, y la crueldad del austria aflora nada más coronado como emperador Carlos V: «Aquellos rebeldes / conspiran contra mí. / ¿Tembláis ahora, cobardes? / Es tarde. / Estáis todos en mi poder. / Cerraré mis manos y todos caeréis. / Separad del vulgo / sólo a condes y duques. / Encarcelad al vulgo y llevad a los nobles al patíbulo». ¡Qué gran servicio hubiera prestado a la causa de la «leyenda negra» una ópera sobre otras célebres víctimas de Carlos I: Juan Bravo, Padilla y Maldonado, los comuneros de Castilla!

Sin embargo en Ernani ni los libretistas ni el músico hacen especialmente sangre con los tópicos de la «leyenda negra» ya que dan prioridad al triángulo amoroso que da sentido a la ficción histórica. Aún era pronto cronológicamente para ensañarse con la corona española en una historia que se desarrolla en 1519 (de hecho en vez de referirse a España, el libretista siempre emplea la palabra «Iberia») y el monarca, una vez coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, se volverá magnánimo con los rebeldes en honor a su predecesor Carlomagno.

Alzira (1845) de Giuseppe Verdi cuenta con un libreto de uno de sus colaboradores más fieles, Salvatore Cammarano, a partir del drama Alzire ou Les Americains (1736) de François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire (1694-1778). La acción acontece en Perú a mediados del siglo XVI y trata de las disputas y amoríos entre miembros de las tribus incas y los conquistadores españoles en esos territorios.

Momentos de propaganda antiespañola desfilan desde principio a fin de esta «ópera de galeras» verdiana: el inca Zamoro le reprocha su xenofobia a Don Álvaro, el gobernador español del Perú («… a aquellos que nos llaman salvajes / diles que un salvaje te perdonó la vida») y arenga a los indios para luchar por su libertad contra los malvados invasores interesados sólo por el botín de guerra («Esposa, yo sabré liberarte / del dominio íbero / Que los crueles opresores tiemblen. / ¡Monstruos ávidos de oro y sangre!»). El villano Guzmán, futuro gobernador del Perú, presa de la furia («Dentro de poco la tierra / estará cubierta de sangre») y de los celos porque la nativa Alzira ni olvida («¿Olvidas la sangre derramada?» le recuerda la india) ni corresponde a sus amores y prefiere a Zamoro («Quedé moribundo tras atroz tortura. / ¿Es verdad que te prometiste / al aborrecido español?»), ordena el arresto y la ejecución de éste («De cepos y patíbulos / tú hablaste entonces. / De cárcel y de hacha / hablas ahora. / ¿Y tú eres un guerrero? / ¡Sólo eres un carnicero!» le reprocha el inca al español). La alternativa para conmutarle la pena es cruel: si Alzira se casa con Guzmán, Zamoro será puesto en libertad; si no, morirá en la hoguera… 

El caso es que, aunque no se dio réplica española ni a Voltaire en su momento ni a Verdi y su libretista Cammarano después, la censura italiana finalmente cayó sobre el libreto de la ópera y obligó a sus autores a matizar las críticas contra el colonialismo y el fanatismo religioso. «Los fallos de la pobre y desgraciada Alzira eran demasiado profundos como para intentar mejorarla con una revisión. La verdad es que es una ópera mala» sentenciaría Verdi sobre la obra escénica menos representada de su catálogo. Entre otras cosas porque en el anticlimático final, en vez de morir el buen indio Zamoro, lo que le habría elevado a víctima y mártir, el sacrificado es el malvado gobernador español Guzmán, con lo que el espectador no se conmociona, sino que se alegra. Diez años después de Alzira, Verdi y el propio Cammarano aprenderían del error y mejorarían la fórmula del triángulo amoroso en Il trovatore de 1853, dándose cuenta de que, al margen de imperiofobias preconcebidas, era mucho más eficaz desde el punto de vista dramático eliminar al héroe (Manrique) y dejar vivo al villano (Conde de Luna).

La ópera Le duc d’Albe / Il duca d’Alba, con libreto en francés de Eugène Scribe y Charles Duveyrier, tiene una procelosa historia: originalmente fue ofrecido al operista francés Jacques Halévy, que la rechazó, y a Gaetano Donizetti, que comenzaría a trabajar en la ópera en 1839, dejándola inconclusa a su muerte en 1848 y estrenándose en 1882 tras completarla Matteo Salvi, Amilcare Ponchielli, Antonio Bazzini y Cesare Domeniceti en su adaptación al italiano de Angelo Zanardini. El rocambolesco libreto de esta ópera (la hija del ajusticiado conde de Egmont, que planea asesinar al duque de Alba en venganza por la muerte de su padre, está enamorada de un joven que resulta ser hijo ilegítimo del militar español) fue también ofrecido a Giuseppe Verdi en 1854, dejándole libertad Scribe para que lo adaptara a su conveniencia, cambiándolo el compositor finalmente de ubicación (de Países Bajos a Sicilia), de época (del siglo XVI al siglo XIII) y de título: de Le duc d’Albe a Les vêpres siciliennes / I vespri siciliani.

El historiador norteamericano William Maltby describe a Alba como “soldado por elección, cortesano, diplomático y manipulador político por necesidad, una mezcla de rígido fanatismo, agudeza política y contundente sentido común”. Y ya sólo viendo cómo se le recibe nada más levantarse el telón, queda claro cómo iba a ser el tratamiento hacia el militar español protagonista de la ópera: «¡El duque de Alba! ¡Terror! / Sólo con su presencia, / la plebe huye con pánico. / ¡Qué feroz es el aspecto / del vil y despreciable tirano! / «Allí va el que asola nuestras tierras y casas, / el duque depredador, el bárbaro asesino. /¡Sólo gracias a él, / al pueblo español no le falta sangre! / ¡Allí va el asesino! ¡Allí está! / Él es el flagelo de nuestra tierra arrasada / y llena de cadalsos y destrucción». El rey Felipe II, como es natural y aunque no está nunca presente en la acción de la ópera, tampoco sale bien parado: «Maldita sea España y su rey. / ¡El terror les acompaña, / por doquier brillan las hogueras de su fe! / ¡Muera España, y muera su rey!».

Con estos mandos superiores y estando por debajo de ellos, lógicamente los soldados españoles no pueden ser más que arrogantes y prepotentes. «¿Y desde cuándo alguien se atreve a cobrar / a los españoles los bienes de que disponen? / ¡Todo es suyo: la tierra, los bienes y las personas! / ¿Acaso no es un honor ¡oh, viles flamencos! / calmar la sed de los vencedores?». Así se dirige un altivo oficial de las tropas del Duque a un humilde mesonero de Bruselas que le pretende hacer pagar por unas consumiciones de cerveza de barril.

«¡Qué pueblo tan débil, vil y despreciable / que se estremece con mi sola presencia. /¡Los tengo sojuzgados y oprimidos! ¡El hacha del verdugo /abatirá a quienes invocan la libertad! Más nobles y gloriosas conquistas / me deparará / el hacha terrible. / En medio del humo / y las llamas de feroces combates, / se mostrará mi valor / como señor del campo de batalla». El Duque trata despectivamente a los ciudadanos holandeses que luchan por un ideal tan noble como la libertad y, en vez de ser magnánimo en la victoria, se regodea de su poder.

El Duque ha descubierto en su estancia en Flandes que el rebelde Marcelo es su hijo natural, que es uno de los cabecillas de la insubordinación y que le odia: «Mi brazo sólo aspira liberar Flandes; / y tú eres su opresor, / quien ha despreciado su valor / y se ha reído de su dolor».

«El tirano, que cubrió nuestra patria de dolor, / zarpará con destino a su tierra natal. /¡España lo reclama y, para escarnio de / nuestro pueblo, se irá sin ser castigado! /¡No! ¡No! ¡Dios no quiere que sea así! / ¡Mis fuerzas no alcanzan para sublevar al pueblo! / ¡Se precisa un brazo viril para atravesar su pecho!». Amelia, la vengativa hija del conde de Egmont, tiene como objetivo asesinar a Alba, pero finalmente el sacrificado es el hijo del Duque, que estaba prometido a Amelia.

«¡Adiós! ¡Mi tierra conquistada y vosotros, / pueblo mío, a quien finalmente pude domar! / ¡Adiós, oh territorios, sobre los cuales ondean / las victoriosas banderas de guerra! ¡Tierra execrable!». Finalmente el Duque es llamado por Felipe II para que regrese a España, abandonando los Países Bajos sin ningún apego. «¡Maldito sea, maldito sea, / quien el suelo flamenco ensangrentó! / ¡El cielo, que es justo, castigó al tirano / quitándole lo que más amaba! / ¡La mano del Señor, desde el cielo, lo fulminó!». Así despiden al final de la ópera los rebeldes holandeses al Duque, saboreando que haya perdido a su hijo, en vez de practicar aquello de «Al enemigo que huye, puente de plata». Desgraciadamente para los hispanófobos, el caos en torno a la gestación de la ópera Le duc d’Albe evitó que se asentara en el repertorio.

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Más estampas propagadas por la hispanofobia. De izquierda a derecha y de arriba a abajo: El duque de Alba devorando a un recién nacido, indígenas mexicanos postrándose ante Hernán Cortés, nativos americanos entregando joyas a conquistadores españoles y soldados de los tercios de Flandes ahorcando y descuartizando víctimas y alimentando con los despojos a sus perros.

No pasó lo mismo con Don Carlo / Don Carlos de Giuseppe Verdi. Con libreto de Joseph Méry y Camille du Locle, basado en la obra Don Carlos, Infant Von Spanien (1787) de Friedrich von Schiller (1759-1805), la ópera de Verdi fue un encargo de la Ópera de París con motivo de la Exposición Universal de 1867 y estrenada en su versión original en francés (Don Carlos) el 11 de marzo de ese año. La figura de Don Carlos es uno de los más eficaces señuelos empleados por los enemigos de España: desde su invención en torno a 1570, en parte gracias a la labor de zapa que hizo como supuesto testigo presencial el secretario real Antonio Pérez, el mito del hijo maldito y proscrito de Felipe II toma su carta de naturaleza a finales del siglo XVIII con la pátina autoral de Schiller y se magnifica cien años después gracias a la inmortal ópera de Verdi.

Quizá sea el de Don Carlos el personaje verdiano que más se aleja de la realidad histórica. Y es que, pese a lo difundido por Guillermo de Orange en su libelo Apología para extender interesadamente la negativa propaganda de la “leyenda negra”, la personalidad del infante español no se corresponde con ninguna de las caracterizaciones idealizadas que de él hicieron Schiller primero y después Verdi y sus libretistas: enamoradizo, desinteresado, generoso, idealista, leal, libertario… Los textos y tratados de la época sin embargo ya le describían como deforme, perturbado, manipulable y con tendencias sádicas. En 1568 su padre se vio obligado a detenerlo acusado de conspiración; el infante Carlos moriría ese mismo año en prisión tras una breve huelga de hambre, que no pudo llevar muy lejos por su patológica debilidad física, mientras se llevaban a cabo los preparativos del proceso judicial. Tenía veintitrés años de edad. En palabras del historiador José Varela Ortega “La realidad es que Don Carlos no fue asesinado por Felipe II, según han demostrado los historiadores. Pero en este caso, como también en otros, se consagró la estampa por encima de los hechos”. Y así se lanzó el bulo y se propagó como la pólvora: ¿hay algo más terrible que un padre mande ejecutar a su propio hijo? En palabras de Roca Barea, «Orange, que es consciente de la enorme diferencia que media entre asesinar y asesinar a un hijo, acusa de esto a Felipe II porque este crimen pertenece a un género de atrocidad contra la que se rebelan todos nuestros instintos».

En la escena entre Posa y el Rey del Acto II (en la que el marqués narra al monarca las injusticias que sus tercios están cometiendo en Flandes) asistimos a perlas como «¡Rey! Acabo de regresar de Flandes, / aquel país otrora tan bello. / Hoy, sólo es un desierto de cenizas, / un lugar de horror… ¡una tumba! / Allí, el huérfano que mendiga / y llora por los caminos, / tropieza, huyendo de los incendios, / sobre las osamentas humanas. / La sangre enrojece el agua / de los ríos que corren cargados de muertos. / El aire está lleno de gritos de viudas / que lloran a sus esposos degollados. / ¿Acaso pensáis que, sembrando muerte, / plantáis para la vida eterna? / ¿Ésta es la paz que vos dais al mundo? / Este don vuestro ¡desata tal terror, / tal profundo horror! / ¡Es un carnicero el cura; / un bandido es cada soldado! / El pueblo llora y muere callando. / Vuestro imperio, desierto, inmenso, horrendo, / ¡se oye a todos maldecir a Felipe!». Y le dice el marqués de Posa todas estas lindezas a  ese monarca español tan cruel sin que sorprendentemente le mande detener y ajusticiar en ese mismo momento.

Una de las escenas más polémicas de la ópera es el Auto de Fe, del Acto III, que no existía en el drama de Schiller y que Verdi y sus libretistas incorporan para cargar las tintas localizándola en «una gran plaza frente a la iglesia de Nuestra Señora de Atocha». Por allí desfilan, a ritmo de marcha fúnebre, los herejes condenados a morir en la hoguera acompañados de los cantos de los monjes dedicados al Juicio Final ante la atenta mirada del Gran Inquisidor (no podía faltar la Inquisición acompañando a Felipe II y así ya tenemos dos de las bestias negras de la imperiofobia) y los funcionarios del Santo Oficio. En la época en que se desarrolla la ópera este tipo de actos ya apenas se celebraban, pero la calumnia se propaga con facilidad. En esta grandilocuente escena comparecen también, unos diputados flamencos condenados a muerte por su rebeldía religiosa suplicando clemencia al rey Felipe. De hecho en 1565 el conde de Egmont se había presentado en Madrid tratando de convencer inútilmente a Felipe II de que permitiera la libertad religiosa en Flandes. Con este totum revolutum juegan Schiller y los libretistas de Verdi «porque lo interesante aquí no es la Inquisición en sí, fenómeno común y hasta vulgar en la Europa de su tiempo, sino los caminos por los que ha llegado a ocupar esta posición única en el imaginario occidental», apostilla Elvira Roca.

Importancia capital en la ópera tiene la escena del enfrentamiento entre el Gran Inquisidor y Felipe II en la que el monarca se amedrenta ante su asesor espiritual. Escena que, por su crítica a la Iglesia (y por extensión al Papado de Roma, contra el que Verdi se mostró siempre muy beligerante) indignó a Eugenia de Montijo, que había asistido junto a su marido Napoleón III al estreno parisino de Don Carlos, por considerar que tergiversaba la historia de España. El precipitado final de la ópera, basculando entre lo justiciero, lo místico y lo milagroso, en el que el espíritu del emperador Carlos I, se aparece por arte de magia en su sepulcro del Escorial (“Severo y terrible como el feroz soberano que lo construyó”, describiría Verdi a la octava maravilla del mundo) ante su hijo Felipe y el Inquisidor para impedir que ajusticien a su nieto Don Carlos es otro delirante dislate de los muchos que se han propagado para fomentar el odio contra España.

En 1883, mientras Verdi preparaba la versión milanesa de Don Carlo quince años después de su estreno (más vale tarde que nunca, aunque el granito de arena del compositor de Rigoletto a la «leyenda negra» ya se había convertido en una montaña), le reconocería por carta a su editor Giulio Ricordi a propósito de la obra original de Schiller: “En este drama, a pesar de su forma brillante y sus nobles ideas, todo resulta falso. Incluso el mismo Don Carlos era una persona demente, colérica y repulsiva. Isabel nunca estuvo enamorada de él. Posa es un ser imaginario que jamás podría haber existido durante el reinado de Felipe II. En la obra el Rey dice cosas como “Cuídate de mis inquisidores” o “¿Quién me devolverá esta muerte?” (…) Resumiendo: en este drama no hay ningún episodio histórico”. La supuesta verdad histórica, como sostiene Roca Barea «es una creación literario-propagandística que ha suplantado a la historia verdadera y que se utiliza como sustituto de ésta, en unos casos consciente y en otros inconscientemente».

La Périchole / La Perichola (1868), ópera cómica de Jacques Offenbach (1819-1880), está ambientada en Sudamérica, esta vez en el Perú (como Alzira de Verdi), con libreto de Henri Meilhac y Ludovic Halévy, basado en la novela Le Carrosse du Saint-Sacrement de Prosper Mérimée (que inspiró también al director de cine Jean Renoir para su película La carroza de oro, de 1953). El nombre de la obra viene del apodo con que se conocía a una popular cantante callejera de Lima que fue amante, a mediados del siglo XVIII, del virrey de Perú («¡Macaco! ¡Castaña recortada! ¡Déspota vil!» son algunos de los «cumplidos» que le dedican en la ópera al representante del rey de España).

El gobernador Don Pedro de Hinojosa quiere mantener su privilegiado puesto a base de regar a los habitantes de Lima con vinos de todas las denominaciones de origen imaginables: «Si la ciudad de Lima no está alegre / se pensará que está mal gobernada / y yo, que gobierno la ciudad de Lima, / perderé mi puesto. / ¡Ah, este acontecimiento puede valerme un ascenso! / ¡Poned vino en todos los vasos!… ¡A cantar! / ¡Rápido, muchacha, trae vino de Málaga! / ¡Oporto!… ¡Deprisa, oporto! / ¡Muchacha, trae una botella de vino de Madeira! / ¡Jerez, rápido! ¡Necesito urgentemente una botella de Jerez! / ¡Vino de Alicante, guapa!». Y el virrey del Perú, Don Andrés de Ribeira, es un acosador y mujeriego empedernido: «La verdad es que, / en cuanto me disfrazo, / me siento atraído por las muchachas / para amar y ser amado. / ¡Dios mío!… No es un pecado / tomar a las damas por la cintura y, / ágil como un diablillo, / correr tras las muchachas de incógnito». Estos son, para Mérimée y Offenbach, los representantes de la corona de España en Perú: un borracho y un picaflor.

La habitual técnica del boomerang de la imperiofobia se repite en 1869 con la ópera Ruy Blas de Filippo Marchetti (1831-1902): se lanzan a través de los panfletos y libelos propagandísticos medias verdades, que se propulsan mediante el testimonio de algún providencial testigo presencial para darles verosimilitud y credibilidad y todo ello se ennoblece por la colaboración de un literato de prestigio (antes Goethe o Schiller, ahora -como con Ernani– Victor Hugo, autor de la obra teatral original de 1838) que cierra el círculo devolviendo enriquecido un relato con apariencia rigurosa y perfectamente empaquetado para difundir la «leyenda negra». Así se escribe la Historia.

Marchetti y su libretista Carlo d’Ormeville ubican la acción de la ópera en Madrid durante el decisivo periodo previo al traumático cambio de dinastía que pasaría de los austrias a los borbones. Es 1698 y en la corte de Carlos II todo es conspiración y corrupción: Don Salustio de Bazán, marqués de Finlas y primer ministro del rey, es castigado con el exilio por seducir a una de las doncellas de palacio. En venganza contra la reina Mariana de Neoburgo, a la que considera culpable de su caída en desgracia, el marqués le tiende una trampa utilizando a su apuesto criado Ruy Blas para hacer creer a la corte que es el amante de la reina. Así se conseguiría su repudio como adúltera y, sobre todo y lo más importante (Victor Hugo, como buen francés, se presta con su pluma a justificar lo necesario que era el cambio dinástico en favor de sus compatriotas), quitar de en medio a una valedora del candidato de los Habsburgo.

La reina Mariana (como la Isabel de Valois del Don Carlos de Verdi), languidece en soledad encerrada en el sobrio y austero palacio de los austrias: «¡Oh, mi dulce Alemania! / ¡Oh, mi tierra natal! / ¡Oh, madre, desde lo profundo / de mi corazón oprimido / cómo te reclaman mis suspiros! / En el castillo paterno / podía correr libremente / desde el monte al valle, / sobre hierbas y flores / Y cuando sobre el pecho materno / mi corazón latía / ¡cómo sentía que la vida / es una felicidad! / ¡Todo me está prohibido! / ¡Soy una prisionera!». Y sus damas de honor no le tienen demasiado aprecio a la soberana de España: «¡Siempre gruñendo / esta vieja bruja! / Esta mujer, con sus códigos, / realmente es demasiado severa».

Su marido, el rey Carlos II, está ausente de la ópera de Marchetti, pero mientras caza despreocupado en su coto de Aranjuez, le envía a su esposa una fría carta que lee en escena la intrigante duquesa de Alburquerque«Señora. Un viento horrible / sopla desde el norte; / sin embargo, ayer matamos seis lobos. / Firmado: Carlos». Unas escuetas líneas pero lo suficientemente inexpresivas y distantes para mostrar que el monarca desatiende tanto sus obligaciones de estado como sus deberes conyugales.

En Ruy Blas no pueden faltar los nobles españoles ávidos por las riquezas. Uno de ellos es Don Fernando de Córdoba, marqués de Priego y superintendente general de finanzas, que así intenta enriquecer su patrimonio: «Antes que nada, señores, / no os opongáis a que yo pueda / reivindicar mi antiguo derecho / sobre los impuestos de las islas / y sobre los negros. / Medio diezmo sobre el oro y el ámbar / me rinden mucho menos, ¡oh, conde! / que lo que a vos os otorga el impuesto / sobre los puertos y los bosques». El conde al que se está dirigiendo el marqués es, obviamente, otro corrupto que lucha por lo suyo: Don Pedro de Guevara, conde de Camporeal y gobernador de Castilla. El marqués y el conde son, por supuesto, partidarios de los Habsburgo. Porque en realidad todo este ambiente corrupto que se narra en la ópera es para justificar que la comitiva de funcionarios galos que enviaría el verdadero rey de España a partir de 1700, Luis XIV de Francia, se tenía que poner manos a la obra… para saquear de verdad las arcas de la corona de España para cubrir los despilfarros del Rey Sol. Y es que la propaganda negativa contra España nunca ha sido gratuita: siempre persigue un fin.

En un momento dado del drama, al libretista Carlo d’Ormeville le falla el subconsciente y desvela, con inspirados y elegantes versos, todo hay que reconocerlo, los verdaderos objetivos de los partidarios de los borbones, puestos en boca del lacayo Ruy, el único personaje con cierta dignidad de la obra de Victor Hugo: «Ya su mano sobre nosotros / extiende Francia. / Y el futuro que nos aguarda / ¿qué esperanza nos deja? ¡Hoy, ninguna! / Del oriente al occidente / toda Europa de España se aprovecha / ¡ay de mí! y se ríe de ella. / ¡Oh Carlos V, genio inmortal, / levanta del sepulcral mármol tu augusta cabeza, / que tu mano levante el cetro / y vuelva a empuñar la espada! / ¡España se muere! / Lanza sobre ellos el rayo de tus palabras; / cuenta las lágrimas y los quejidos / del pueblo entristecido; / salta del ataúd y vuelve a combatir / en el campo de batalla; / la gloria y el poder reintégrales / al reino y al rey; / tú eres la única vía de salvación! / ¡El cetro y la espada vuelve a empuñar! / ¡Sálvanos, oh Carlos, España se muere! / Esos señores, al Rey y al Estado / en poco tiempo habrían llevado a la ruina. / Sólo por su causa España está próxima / al horror de su destino final. / Sólo por ellos muere de hambre la plebe / clamando a su monarca». Bellas y nobles palabras que se pronuncian con el socorrido telón de fondo del recuerdo nostálgico al patriarca de la dinastía saliente, el emperador Carlos, del que sus sucesivos herederos los austrias menores -otro tópico extendido machaconamente por la «leyenda negra»– dilapidaron su augusto legado.

Filippo Marchetti no pasó a la historia con Ruy Blas (ni con otra ópera también de temática negrolegendaria de la que apenas se encuentra rastro, Don Giovanni d’Austria / Don Juan de Austria de 1880) por la dictadura a la que Giuseppe Verdi sometió con su apabullante dominio y monopolio a todo compositor italiano del género lírico durante la segunda mitad del siglo XIX. Lo cual no es óbice para reconocer el interés -aparte de para seguir sembrando los clichés de la hispanofobia- musical de esta ópera.

Il guarany / El guaraní del brasileño Antonio-Carlos Gomes (1836-1896), estrenada en 1870 en La Scala de Milán (esta curiosa ópera, pese a su exotismo, suena a Verdi por los cuatro costados) con libreto en italiano de Antonio Scalvini y, de nuevo como en Ruy Blas, Carlo d’Ormeville basado en la novela del escritor José de Alencar, se desarrolla en el Brasil de 1560 y trata sobre las relaciones entre la tribu guaraní y los conquistadores portugueses (también de marinos lusos, en concreto sobre las expediciones de Vasco de Gama por África escribió Giacomo Meyerbeer (1791-1864) su ópera L’Africaine / La africana de 1864). Pero en O guaraní a los conquistadores españoles también se les ha hecho responsables de lo que ocurría en las selvas de Brasil (al igual que en el largometraje de 1986 La misión de Roland Joffé), que formaba parte de Portugal tras el reparto de las Indias Occidentales pactado con España en el Tratado de Tordesillas de 1494. Y así los villanos de la ópera son, curiosamente, los españoles González, Ruy-Bento y Alonso, que anhelan el oro de los indígenas. La continuación de este pecado nefando español llega hasta nuestros días: en Brasil no se destruye el legado de los portugueses ni en el actual territorio de los Estados Unidos de América se derriban las estatuas de los colonos y esclavistas que llegaron en el Mayflower… pero sí las de Cristóbal Colón.

Hay que traer aquí a colación otro hito de la «leyenda negra», la Brevísima relación de la destrucción de las Indias del dominico Bartolomé de las Casas, otro oportuno testigo presencial para dar sello de autenticidad al relato imperiófobo. Publicado sin pena ni gloria en España en 1551, el breviario del fraile, que pertenece al género literario de la disputatione escolástica entre teólogos, fue aprovechado a su conveniencia con sucesivas traducciones décadas más tarde por la propaganda hugonote (1578, con reediciones en 1579, 1582 y 1594), luterana (1579 y reeditada en 1597), anglicana (1583) y calvinista (1596) para mostrar la presencia de la corona católica en América como un compendio de atrocidades contra los indígenas. Publicaciones que sirvieron de paso para que Francia, Alemania, Inglaterra y Países Bajos taparan sus miserias internas y justificaran insurrecciones, guerras y políticas de colonización para competir con España en el reparto del mundo, que es en el fondo lo que anhelaban. «Una de las consecuencias perdurables de la obra de fray Bartolomé es haber contribuido notablemente al nacimiento del mito del edén indígena aplastado por el malvado hombre blanco», escribe Roca Barea. 

Les brigands / Los bandidos (1869), otra opereta de Jacques Offenbach y Carmen (1875) de Georges Bizet (de nuevo a partir de un texto de Mérimée), ambientadas en Andalucía, prosiguen con el plan de expandir la leyenda aunque a base de incidir en el pintoresquismo español que propagó el romanticismo europeo. Ahora desde un enfoque algo más «amable», pero para seguir ejecutando la venganza de los enemigos contra España igualmente. Así los bandoleros, los gitanos, los militares, los toreros o las mujeres de rompe y rasga son los protagonistas de estas óperas. Y con disparates como el que aparece en Carmen de que el gazpacho es…una ensalada de pimientos. En esta línea de centrarse en lo folclórico, ya empezado el siglo XX, Maurice Ravel se recrea en la tópica España de mujeres temperamentales que manejan a los hombres a su antojo en su deliciosa L’heure espagnole / La hora española, estrenada en 1911 a partir de un divertido libreto de Franc Nohain y localizada en el Toledo del siglo XVIII. Uno de sus protagonistas, el relojero, se llama…¡Torquemada! al que se le tacha en el texto de avaro, celoso, ridículo… por si fuera poco ser cornudo (“Totor… Torquemada… Es un diminutivo encantador» bromea cariñosamente con el relojero Concepción, su infiel y pasional esposa).

Concepción trata de encontrar sustituto entre los primitivos hombres del pueblo. Incluso la infalible virilidad -ganada a pulso desde los tiempos de Don Juan– del varón español se llega a poner en duda:«¡Oh, qué aventura tan penosa! / Sucede que de dos amantes, / uno no tiene temperamento / y el otro es totalmente simple. / ¡Oh, qué aventura tan lamentable! ¿Y estos petimetres son españoles? / ¿Y viven en el país de doña Sol, / a pocos pasos de Extremadura?».

Palestrina (1917) de Hans Pfitzner (1869-1949) gira en torno a la composición por parte de Giovanni Pierluigi da Palestrina (1525-1594) de su Missa Papae Marcelli para la clausura del Concilio de Trento que ponía fin en 1563 a las disputas entre los partidarios de la Reforma y la Contrarreforma. En la ópera la delegación española, comandada por el obispo de Cádiz Avosmediano y por su embajador en Roma, el arrogante («iracundo y excitado» le describe el libreto, también obra de Pfitzner) Conde de Luna, tratan de boicotear el Concilio («¡Ni una pulgada cederá el gran Rey de España! ¡Si España lo quiere, así lo quiere el mundo!») y sus partidarios reciben todo tipo de improperios por parte de los representantes alemanes e italianos: «¿Qué quiere esa chusma? ¡Infames españoles! ¡Bestias sarnosas! ¡Hediondos infernales!». Y es que entre la progresía y los equidistantes se ha extendido la patraña de que “En Trento los españoles nos equivocamos de Dios” (Arturo Pérez-Reverte).

No siempre se han detenido los estudiosos (uno de ellos ha sido el sueco Sverker Arnoldsson) en analizar esta variante italiana de la «leyenda negra», ya que han preferido centrarse en sus vertientes holandesas e inglesas, más agradecidas y con ejemplos prácticos e hitos históricos perfectamente constatables. Pero igual de dañina (o más, porque fue la primera) es la hispanofobia incubada y larvada en la Italia humanista, negando interesadamente a los españoles cualquier influencia durante el Renacimiento a pesar de su inocultable presencia en la península itálica desde los aragoneses en el siglo XIII hasta los borbones en el siglo XIX, para así acaparar todo el mérito artístico del Quattrocento y el Cinquecento, presentándoles como sucios por su mezcla de sangres latina, judía, goda y mora. Es lo que se conoció en Italia como il peccadiglio di Spagna: la impureza congénita del catolicismo español por su contaminación semita. Algo así como un defecto de origen.

Der zwerg / El enano (1922) de Alexander von Zemlinsky (1872-1942), con libreto de Georg Klaren a partir del cuento de Oscar Wilde (1854-1900) The birthday of the Infanta / El cumpleaños de la infanta (1889) se desarrolla en la corte imperial española, durante un periodo indeterminado recreado libremente con saltos en el tiempo, pero con literales detalles de los reinados de los tres Felipes; de hecho todo apunta a que la infanta del texto pudiera ser la segunda hija que Felipe II tuvo con Isabel de Valois: Catalina Micaela. El texto original del dramaturgo inglés tira de los clichés extendidos por la propaganda orangista, además de otros lugares comunes recurrentes que Wilde introduce, como las corridas de toros, los gitanillos pidiendo limosna, los bufones de palacio o…unos mañicos bailando jotas.

«Triste y melancólico, el Rey observaba a los niños desde una ventana del palacio. Detrás de él estaba, de pie, su hermano, don Pedro de Aragón, a quien odiaba, y su confesor, el Gran Inquisidor de Granada, estaba sentado a su lado… El Rey estaba más triste que de costumbre, porque… se acordaba de la Reina, la madre de la Infanta, que había venido del alegre país de Francia, para marchitarse en el sombrío esplendor de la Corte de España. Su amada reina había muerto… Un médico moro al que perdonaron la vida -porque según se murmuraba en el Santo Oficio, era hereje y sospechoso de practicar la brujería-, la embalsamó…». Felipe añorando a Isabel (la melancólica consorte extranjera separada de los suyos y añorando su tierra es otro clásico: lo vimos en las reinas de Don Carlos y Ruy Blas) con la presencia al fondo de infelices herejes maltratados por la Santa Inquisición era una estampa ya de sobra conocida desde Don Carlos, Infant Von Spanien de Schiller y de su celebrada adaptación verdiana, al igual que otro momento de la obra en que «entraron solemnemente en Madrid, asistieron a la tradicional misa mayor en la Iglesia de Atocha, y dictaron un Auto de Fe más solemne que de costumbre, por el cual más de trescientos herejes fueron entregados a la hoguera». Poco importa (la imperiofobia sigue imponiendo hoy día argumentos y guiones) que los procesos inquisitoriales con ejecuciones públicas hubieran prácticamente desaparecido en España a partir de 1562.

«Cuando divisaron a don Pedro, algunos se aterraron, y otros pusieron el ceño adusto y embravecido, pues pocas semanas atrás don Pedro había mandado ahorcar por brujería a dos hombres». En efecto, la brujería fue perseguida y cercenada en toda Europa. Pero como dato comprobable (ahí están transparentes los minuciosos archivos de la Inquisición, por mucho que tachen a la institución de oscurantista) hay que recordar que mientras que en España murieron quemadas veintisiete mujeres, en Europa esta cuestión alcanzaba cotas de paranoia colectiva: en los territorios alemanes se ajustició a unas veinticinco mil, en Suiza a cinco mil, en Francia a cuatro mil, en Inglaterra a mil quinientas… «Búsquese siempre en los hechos cuerpo manifiesto de delito conforme a derecho y no se vaya a probar caso, muerte ni daño que no haya acontecido», establecía el inquisidor general Pedro de Valencia en sus instrucciones, como recoge el historiador Henry Kamen. Pero el caso es que sobre la caza de brujas se ha pasado de puntillas: así se pregunta Roca Barea «por qué en los territorios protestantes alcanzó proporciones épicas y no sucedió lo mismo en el mundo católico. Es un asunto en el que no interesa mucho profundizar».

«La Infanta… llamó a su tío, que estaba paseando con el chambelán, mientras leían unas cartas recién llegadas de México, donde se acababa de establecer la Santa Inquisición». Otro de los recursos de la hispanofobia es sacar a pasear, como vimos, la crueldad de los conquistadores españoles, a los que acompaña ahora, para juntar todos los males, el Santo Oficio. Un win or win de manual.

Karl V / Carlos V de Ernst Krenek (1900-1991) fue compuesta en 1933 y estrenada en 1938 en Praga tras problemas de censura en Alemania. Una posterior versión subiría a la escena en 1958. Esta ópera, la primera enteramente dodecafónica según los postulados teóricos de Arnold Schönberg, narra los últimos momentos de la vida del emperador en su retiro de Yuste. Por descontado que todos los pecados de un arrepentido Carlos I de España (su intransigencia religiosa, el saqueo de Roma…) desfilan por esta obra.

Torquemada (1943) de Nino Rota (1911-1979), con libreto de Ernesto Trucchi a partir de la obra teatral homónima de Victor Hugo de 1869, trata sobre el primer inquisidor general de Castilla y Aragón, el dominico Tomás de Torquemada, que ha tenido el dudoso honor de que su nombre se haya hecho extensible para describir a una persona fanática e intolerante por haber sido la cabeza visible, a partir de 1480, de la persecución en España de los judíos conversos. Al no existir grabaciones de la ópera de Nino Rota, hay que recurrir al truculento drama escénico del literato francés (que ya había puesto otros granitos de arena para la «leyenda negra» con Ernani y Ruy Blas) para hacerse una idea de que el tratamiento original va en la acostumbrada línea de la imperiofobia: en el cemen­terio de un convento de Cataluña, el rey Fernando penetra de incógnito en busca de dos jóvenes judíos allí refugiados condenados a muerte, don Sancho y doña Rosa, que van a reunir con su boda una gran par­te del reino en herencia, lo que quiere evitar a toda costa el rey católico. Los novios oyen unas lamentaciones que proceden de una tumba donde enterraron vivo a un fraile rebelde y visionario, que resulta ser Torquemada y le ayudan a escapar. Ha pasado el tiempo y, tras el prólogo, la acción se traslada a Sevilla donde Torquemada, que ha llegado a la cumbre de su poder, descubre por el bufón de la corte que los Reyes Católicos han aceptado las riquezas ofre­cidas por una pareja a cambio de que les protejan de las persecuciones y reprende y censura por ello a los mismísimos reyes. Torquemada interroga al matrimonio judío, descubriendo por sus palabras que ellos fueron los que le salvaron de morir enterrado vivo en el cementerio del convento barcelonés años atrás. Pero el fanático dominico ya no ve en ellos más que a dos sacrílegos y les condena a ser conducidos a la hoguera para que sus almas se purifiquen con el fue­go.

Si bien la actividad más conocida de Torquemada se desarrolló durante el reinado de los Reyes Católicos, especialmente a partir de 1474, cuando fue nombrado confesor de la reina Isabel I de Castilla, ello no ha sido impedimento para que le hayan atribuido todos los males de la Santa Inquisición habidos y por haber a lo largo de la Historia, incluso una vez fallecido en 1498 y hasta la abolición de la institución siglos después: las ficciones de Schiller, Oscar Wilde o Dostoievski (su relato El Gran Inquisidor contenido en su novela Los hermanos Karamazov no ha sido llevado a la ópera pero redunda en esta manida imagen del viejo ciego y decrépito pero poderosísimo inquisidor) se desarrollan en los siglos XVI y XVII, muy posteriormente a la muerte del dominico, pero están recreando y eternizando (por eso no se les menciona con ningún nombre ni apellido) el emblema de Torquemada demonizado por la «leyenda negra».

Svad’by v monastyre / Bodas en el monasterio (1946) de Serguei Prokofiev (1891-1953) corresponde a esa variante «simpática» de la hispanofobia que ya habíamos encontrado en otras famosas óperas cuya acción acontece en Sevilla y cuyos autores no hacen especialmente sangre, dado el tratamiento cómico o bufo de sus argumentos, aunque tiren de numerosos tópicos negativos sobre los españoles: Le nozze di Figaro / Las bodas de Fígaro (1786) y Don Giovanni / Don Juan (1787) de Mozart o las distintas versiones de Il barbiere di Siviglia / El barbero de Sevilla a cargo de Paisiello (1782) y sobre todo de Rossini (1816). Bodas en el monasterio está basada en la obra La Dueña (1775) del dramaturgo británico Richard Sheridan (1751-1816) y su libreto corrió a cargo de la activista y militante comunista Mira Mendelssohn, con la que Prokofiev se había casado en segundas nupcias tras abandonar a su primera mujer, la española Lina Llubera, una vez que no quiso saber nada de ella al ser detenida y enviada al gulag por Stalin acusada de ser una espía de las democracias occidentales.

En este caso estamos ante una hilarante ópera bufa que se desarrolla en la Sevilla del Siglo de Oro en torno a nobles hidalgos venidos a menos dispuestos a vender a sus hijas al mejor postor y a buscafortunas a la caza de casamientos por dote. Eso sí, el anglicanismo en el que militaba Sheridan tenía que aprovechar cualquier ocasión para ridiculizar al catolicismo: «¡La botella es el sol de nuestra vida!» cantan los ebrios monjes benedictinos a la manera de himno de ayuno y abstinencia en el monasterio que da título a la ópera. 

La mulata de Córdoba (1948) del compositor mexicano Juan Pablo Moncayo (1912-1958), con libreto de Javier Villaurrutia y Agustín Lazo, narra una antigua leyenda mexicana sobre una mulata, Soledad, natural de la localidad perteneciente a la región de Veracruz acusada de hechizar a los hombres y proferir maleficios.

Entre criollos y hacendados enamorados de Soledad, en La mulata de Córdoba no falta el prototipo de inquisidor de la orden de Santo Domingo que ya hemos visto desfilar desde Schiller, ahora cebándose con la protagonista mexicana de la ópera: «Pides auxilio mujer. / Buscas refugio, justicia. / El Santo Oficio te brinda / penitencia y contrición. / La Inquisición / te defiende del cuerpo, / de tus sentidos / que son sus aberraciones. / ¡La Inquisición te redime! / ¡El Santo Oficio te salva! / ¡Basta! ¡Blasfemas, injurias / en lugar de arrepentirte! / Tu sentencia has pronunciado». 

Aunque la labor de zapa llevada a cabo durante siglos para eternizar la «leyenda negra» hace prácticamente imposible contrarrestarla, también han surgido estudiosos, como David Kennedy y Lizabeth Cohen que ponen en valor que los conquistadores españoles «erigieron un colosal imperio que se extendió desde California y Florida hasta Tierra de Fuego. Transplantaron su cultura, leyes, religión y lengua a una amplia variedad de sociedades indígenas. Evidentemente los españoles fueron los genuinos constructores de imperios y los innovadores culturales del Nuevo Mundo… Y en último término los españoles honraron a los nativos fundiéndose con ellos a través del matrimonio e incorporando la cultura indígena a la suya propia, no ignorándolos y, con el tiempo aislando a los indígenas como hicieron sus adversarios ingleses»

Il prigioniero / El prisionero (1949) de Luigi Dallapiccola (1904-1975) parte de un desasosegante libreto del propio compositor, basado en La tortura por la esperanza (de Los cuentos crueles) de Auguste Villiers de L’Isle-Adam y en la novela La leyenda de Ulenspiegel y de Lamme Gödzack de Charles de Coster. La acción se desarrolla, según la partitura, en una «siniestra celda del Santo Oficio en Zaragoza. Un camastro, un caballete, un hornillo, una jarra. Al fondo, una puerta de hierro. La celda está casi a oscuras», durante el reinado de Felipe II, al que así se le presenta con saña nada más arrancar la ópera:

«Viste un jubón negro. El Toisón de Oro brilla siniestro en su cuello. Avanza. Sus labios de hierro no conocen la sonrisa; el sonido de sus pasos recuerda al de una marcha fúnebre. En sus ojos se refleja el fulgor de la hoguera que, de vez en cuando, alimenta con su propio aliento. Silencio. El rey que turba al mundo con sus fantasías, no gobierna a los hombres, sino a un cementerio. Es él, Felipe, el Búho, hijo del Buitre, el que apoya su pálida frente sobre un vidrio. Por último, levanta su brazo derecho, murmurando: «Dios es el Señor del cielo y yo el de la tierra». Casi imperceptiblemente, el Búho cambia de aspecto por completo: desaparecen sus ojos casi por magia, quedando sus cuencas blancas y vacías… Se hunden sus mejillas y sus cabellos se caen… De pronto, ya no es el rey Felipe quien me mira: ¡Es la muerte! ¡Felipe, sanguinario! ¿Dónde estás? El grito de venganza ha estallado en Flandes… Feroz duque de Alba, ¿dónde te escondes? Después de la masacre, la vida renace… ¿No oyes las voces de los niños?». Difícil condensar mejor todo el veneno propagado durante siglos por la «leyenda negra».

A algunos compositores, no obstante, hay que agradecerles que también se hayan acercado a las crueles guerras de religión que asolaron Europa por la ruptura de Lutero y Calvino con la Iglesia de Roma y en las que no tuvo nada que ver el imperio español, que en cambio sí consiguió en sus territorios la unidad de la fe: Donizetti en Ana Bolena, María Estuardo y Lucia di Lammermoor, Bellini en I puritani / Los puritanos (todas ellas sobre las persecuciones de los católicos británicos a cargo de los anglicanos), o sobre todo Meyerbeer, que perfeccionó el género de la Grand Opéra inaugurado por Auber, con Les huguenots / Los hugonotes (protestantes franceses liderados por Gaspar de Coligny masacrados por católicos galos a las órdenes de la reina consorte Catalina de Médici durante la matanza de la noche de San Bartolomé, en 1572) y Le prophète / El profeta (Jean van Leyden al frente de los anabaptistas holandeses, que fueron sitiados en su comuna de Münster, Westfalia, torturados y exterminados por católicos alemanes en 1536) nos recuerdan que en Europa hubo otras inquisiciones más fanáticas, terribles y duraderas en el tiempo que la que se dio en España.

Gloriana (nombre con el que se conocía popularmente a la reina Isabel I de Inglaterra) de Benjamin Britten (1913-1976), con libreto de William Plomer basado en la obra Elizabeth and Essex de Lytton Strachey (1880-1932), narra la relación sentimental que la monarca tuvo con Roberto Devereux, conde de Essex (en torno a la cual Saverio Mercadante y Gaetano Donizetti ya habían escrito sendas óperas: Il Conte d’Essex / El conde de Essex -1833- y Roberto Devereux -1837-, respectivamente).

En un momento dado de la ópera, estrenada en 1953, el secretario de estado Robert Cecil informa a la reina que Felipe II tiene planes inminentes de invadir Inglaterra en 1588 con la Armada Invencible. De la catástrofe de la Contra Armada enviada como respuesta el año siguiente por la reina anglicana y que partió de Plymouth en abril de 1589 hacia las costas gallegas, obviamente la ópera no cuenta nada. “Isabel I decretó secreto sobre esta derrota. Para Inglaterra fue un fracaso terrible. Es sorprendente que la versión internacionalista inglesa se haya impuesto durante siglos y nadie hablara de la Contra Armada”, reflexiona Iván Negueruela, director del Museo Nacional de Arqueología Subacuática de Cartagena. Es lo que tiene haber asumido la versión interesada del enemigo y no haber combatido eficazmente la «leyenda negra» con sus mismas armas.

Y es que en realidad lo que preocupaba especialmente a los habitantes de las islas británicas no era tanto las intenciones de invasión del rey de España, que quería más bien dar un escarmiento, sino las atroces guerras internas religiosas entre católicos y anglicanos que asolaban las islas desde la ruptura con Roma de Enrique VIII. Como apunta Elvira Roca, «la realidad es que la desproporción en el número de muertos entre la Inquisición española y las inquisiciones protestantes es brutal… En España mueren por herejía muchas menos personas que en cualquier otro país de Occidente. En el siglo XVI se ejecutaron entre cuarenta y cincuenta personas en todos los territorios españoles, incluida América. Sólo las persecuciones de herejes católicos en la Inglaterra isabelina (precisamente la de Gloriana, que reinó de 1559 a 1603) provocaron casi mil muertes, entre religiosos y seglares». Britten recibió el encargo de componer esta ópera para los fastos conmemorativos de la coronación de Isabel II Windsor y obviamente no se iba a complicar destapando las miserias del reinado de su antecesora Isabel I Tudor.

En Candide / Cándido (1956) de Leonard Bernstein (1918-1990), de nuevo -como en Alzira de Verdi- nos encontramos con el ilustrado Voltaire, uno de los más conspicuos hispanófobos de la literatura universal. Esta vez con su más recordada obra: Cándido, o el optimismo escrita en 1759, que adapta como musical la escritora norteamericana Lillian Hellman. Bernstein realizó posteriores versiones de Candide en 1973 y 1989, con nuevo libreto de Hugh Wheeler y diálogos de Richard Wilbur, John Latouche y Stephen Sondheim.

El protagonista recorre el mundo buscando la inocencia innata del ser humano y «el mejor de los mundos posibles». Pero cuando pisa un país que ha estado bajo la influencia de España, no falla: por allí asoma la inevitable imperiofobia, eso sí, desde un enfoque pretendidamente bondadoso. Así por esta opereta satírica (deliciosa e inspiradísima, todo hay que decirlo) desfilan vestigios de la Inquisición española en la Lisboa de 1755 (más de cien años después de que Felipe IV abandonara Portugal) mediante el recurrente Auto de Fe (presidido por el inefable Gran Inquisidor) como el que describió Voltaire en su Ensayo acerca de las costumbres y el espíritu de las naciones (1756): “Es un sacerdote revestido, un fraile consagrado a la humildad y la mansedumbre, el que hace aplicar en los calabozos la tortura a los hombres. Luego se levanta un tablado en una plaza pública y se lleva a la hoguera a los condenados, a continuación de una procesión de frailes y cofradías. Se canta misa y se matan hombres. Un asiático que llegase a Madrid el día de semejante ejecución, no sabría decir si se trata de una fiesta, de un acto religioso, de un sacrificio o de una carnicería, porque es todo a la vez”. Bernstein, toma el testigo y, medio en mofa, medio en serio (“¡Qué buen día, vaya día / para un Auto de Fe / ¡Qué cielo tan soleado de verano! / ¡Es un hermoso día para beber / y para ver a la gente freírse!”), extiende la ponzoña, añadiéndole al sonido lejano de un miserere, unas notas de godspel de espiritual negro y un irresistible ritmo de marcha que parece sacado de un desfile de majorettes.

Tampoco faltan en Candide los conquistadores españoles ávidos del oro de Eldorado, corruptos y lujuriosos gobernadores en Cartagena de Indias (como los de Lima en La Périchole de Offenbach), misioneros jesuítas conspirando en Uruguay (Carlos III tomó nota del enciclopédico Voltaire y cometería el irreparable error de expulsar a la Compañía de Jesús de todos sus dominios en 1767 mediante la Pragmática Sanción), vagos bailarines en la Buenos Aires del siglo XVIII en un desternillante spanglish mezclado con inglés a ritmo de tango: «In one half-hour I’m talking in Spanish / Por favor! / Toreador! / I am easily assimilated. / It’s easy, it’s ever so easy! / I’m Spanish, I’m suddenly Spanish! / Tus labios rubí / dos rosas que se abren a mí; / conquistan mi corazón / y sólo una canción: / ¡me muero, me sale una hernia!».

Y es que las potencias europeas siempre vieron la paja en el Imperio español en vez de la viga en los suyos. En palabras del columnista Juan Carlos Girauta, «Lo esencial es que los nuevos territorios del Imperio no se convertían en propiedades del Rey o de Castilla, sino que se unían a ésta bajo la misma Corona y bajo órganos compartidos. Pareja condición y estatus tuvieron peninsulares e indígenas.(…) España dejó América llena de caminos, ciudades, escuelas, hospitales, iglesias, universidades e imprentas. No hay un caso similar».

Il capitan Spavento / El capitán Spavento (1963) ópera corta con música y libreto de Gian Francesco Malipiero (1882-1973) y basada en piezas del comediante Angelo Beolco, alias Ruzzante (1496-1542), recurre a uno de los estereotipos de la «leyenda negra» surgido en la Italia del siglo XVI: il capitano de la commedia dell’arte. Durante el Cinquecento y como reacción a los éxitos que la monarquía hispánica había conseguido en Italia desde las batallas de Ceriñola y Garellano (1503), pasando por el saqueo de Roma (1527, un baldón que nunca se olvidó ni perdonó) y prolongadas con su duradera presencia a lo ancho y largo de Italia, Sicilia incluida, durante casi siete siglos de humillante dominio de la corona española, se llevó a cabo una interesada y maquiavélica campaña, en la que participó activamente el autor del célebre libro El príncipe (1532) sembrando también en el país transalpino la semilla del odio a lo español: «las tropas mercenarias (…) carecen de unión, son ambiciosas, indisciplinadas, infieles, fanfarronas en presencia de los amigos, y cobardes contra los enemigos«. Y así en su ópera -musicalmente magnífica- Malipiero recoge el guante de Nicolás Maquiavelo y se profieren todo tipo de prejuicios antiespañoles contra Spavento: es fanfarrón y aficionado al uso de bravuconerías («Ayer a la noche me agarré a puñetazos con tres / y a los tres sujetos les di tal paliza / y tanto los sacudí arriba y abajo / que al fin, llorando, pidieron merced»), pero en el fondo es un cobarde («Si huyes, el enemigo te persigue. / Se requiere mucho coraje para huir. / Yo me hice el muerto / y toda la caballería me pasó por encima. / El verdadero coraje se demuestra / volviendo vivo de la guerra»), sucio («¡Sólamente eres capaz de matar tus pulgas!» le espeta Gitta, su antigua novia), cornudo («Es un milagro si traigo / sana y salva mi osamenta»), celoso («¿Con tu hombre? / Sólo conozco un hombre tuyo: yo»), ladrón y seductor (un tribunal le juzga y condena a la horca por «Ciento diez robos / seducción de cuarenta inocentes muchachas»), etc.

Spavento reúne todos los tópicos negativos del villano español perpetuados por la «leyenda negra» para difamar a España y que, en palabras del historiador Philip Powell «continúa personificando las perversidades de la Iglesia católica-estatal, la barbarie de la conquista del Nuevo Mundo y un genérico complejo de inferioridad moral-filosófico-intelectual en contraste con las virtudes de los nórdicos». En definitiva Il capitan Spavento se apunta, en un registro bufo, a la degeneración y humillación de los soldados de los invencibles tercios que tantas glorias habían deparado a los reyes de España. No deja de tener gracia que los gesticulantes italianos acusen a otros de hacer aspavientos…

Die Eroberung von Mexico / La conquista de México (1991) de Wolfgang Rihm (Karlsruhe, 1952), basada en el poema Raíz del hombre de Octavio Paz (1914-1998), en textos de Antonin Artaud (1896-1940) y en tres cantares indígenas mexicanos, es otra revisitación operística de la figura de Hernán Cortés.

«Nosotros lo vimos, / nosotros lo admiramos. / Con esta lamentosa y triste suerte / nos vimos angustiados. / En los caminos yacen dardos rotos, / los cabellos están esparcidos. / Destechadas están las casas, / enrojecidos tienen sus muros. / Gusanos pululan por calles y plazas, / y en las paredes están salpicados los sesos. / Rojas están las aguas, / están como teñidas, / y cuando las bebimos, / es como si bebiéramos agua de salitre»«Oh sobrino mío, estás preso, estás cargado de  hierros. / ¿Quién eres tú, que te sientas junto al Capitán General?». 

El musicólogo Stefano Russomanno, analizando la ópera de Rihm, sigue fielmente el argumentario al uso paso por paso: «Artaud pretendía desenmascarar la violencia del colonialismo y al mismo tiempo resaltar la superioridad del paganismo de los indios (capaces de vivir en armonía con el orden natural) con respecto al cristianismo opresor de los conquistadores». En definitiva, el consabido mito del paraíso en el que habitaba felizmente el buen salvaje y que fue destruido por los desalmados y codiciosos conquistadores españoles.

Al igual que Egmont de Beethoven, tampoco El oro de Mesías Maiguashca (Quito, 1938) es una ópera propiamente dicha, pero puede perfectamente ser incluida en las piezas musicales que a lo largo de la historia se han adscrito a la imperiofobia, pues se centra en uno de sus mitos más exitosos: la ambición y codicia de los conquistadores a lo largo y ancho de todo el Nuevo Mundo. En El oro el compositor ecuatoriano mezcla de manera hipnótica textos históricos susurrados (Crónica del Perú de Pedro Cieza de Leon, soldado español partícipe en las guerras de la Conquista y fragmentos escritos en 1526 por el indígena peruano Guamán Poma de Ayala) reproducidos en cintas magnéticas y mezclados con música para flauta andina y violonchelo clásico, en una impactante combinación de indigenismo y vanguardia musical.

«… Por todos los lugares descubiertos y conquistados por los cristianos pareció luego que hubiese pasado un fuego devastador, consumiendo todo…».

«…Estaban como un hombre desesperado, tonto, loco. Perdido el juicio con la codicia de oro y plata. A veces no comía, con el pensamiento de oro y plata. A veces tenía gran fiesta, pareciendo que todo era oro y plata».

«…Lo encerró pidiéndole oro y plata. Le echó fuego y le quemó. Así mismo mató a los dichos incas y a todos los señores grandes con varios tormentos, pidiéndoles oro y plata…».

«… Aún hasta ahora dura aquel deseo de oro y plata. Y se matan los españoles y desuellan a los pobres de los indios. Y por el oro y la plata quedan ya despoblados para deste reino, los pueblos de los indios, por oro y plata».

Una obra con una temática así fue compuesta en 1992 como aportación de un autor ecuatoriano…a los actos conmemorativos del Quinto Centenario del Descubrimiento de América, aunque Maiguashca la subtitulara “Canción fúnebre compuesta como acto anticelebratorio del V Centenario del (des)cubrimiento de América», siguiendo una orquestada corriente de protesta y rechazo que venía de años atrás y que cristalizaría el 23 de septiembre de 1986 con la Resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas eliminando de su agenda el apoyo institucional a toda celebración en torno a la hazaña conseguida por Cristóbal Colón en nombre de la Corona de España. Es inimaginable que algo semejante a El oro se hubiera escrito para celebrar la independencia de los Estados Unidos de América recurriendo a textos originales de indios nativos apaches, cheyennes, comanches o arapahoes relatando cómo se les arrebataban sus territorios y se les confinaba en reservas, cuando no se les masacraba. Esto es una muestra más de que, como afirma el escritor Borja Cardelús, «la contaminación política ha hecho que los propios hispanos se hayan creído falsedades tales como el genocidio o el robo de oro. La incultura y la falta de criterio han hecho que los propios criollos ataquen sus principios, sus esencias culturales, a sus personajes históricos».

Y es que, como señala Elvira Roca «Inquisición y leyenda negra americana han servido de repertorio ideológico, con versiones distintas y actualizadas ad hoc, al protestantismo, a la Ilustración dieciochesca, al liberalismo decimonónico, al expansionismo estadounidense, al criollismo independentista, a la izquierda revolucionaria o de salón y, últimamente, al multiculturalismo indigenista». Una última muestra musical -por ahora- de que el huevo de la serpiente de la hispanofobia está implantado de una manera profunda, eficaz y duradera.

Rafael Valentín-Pastrana

@rvpastrana

Bibliografía:

– Cesar Cervera: Entrevista a Borja Cardelús. ABC. Madrid, 2021.

– Juan Carlos Girauta: Conguitos y brazo de gitano. ABC. Madrid, 2020.

– Rafael Valentín-Pastrana: Trove, trove el trovador. www.eltema8.com, 2019.

– Mª Elvira Roca Barea: Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días. Espasa Calpe. Barcelona, 2019.

– Rafael Valentín-Pastrana: «Don Carlo» de Verdi o todos contra Felipe II: ¿imperiofobia…imperiofilia?. www.eltema8.com, 2019.

– Rafael Armada: La Contra Armada, la revancha española que Inglaterra ocultó. www.elindependiente.com, 2019.

– Rafael Valentín-Pastrana: Los titanes de la composición del siglo XX y XXI (35): Mesías Maiguashca. www.eltema8.com, 2019.

– José Luis García del Busto: Egmont. Fundación BBVA. Madrid, 2018.

– Rafael Valentín-Pastrana: Lucía y los hombres. www.eltema8.com, 2018.

– Rafael Valentín-Pastrana:«Los elementos», una alegoría musical barroca a mayor gloria del Rey Sol. http://www.eltema8.com, 2018.

– Mª Elvira Roca Barea: Imperiofobia y leyenda negra. Ediciones Siruela. Madrid, 2016.

– Julián Juderías: La Leyenda Negra de España. Edición y prólogo de Luis Español. La Esfera de los Libros. Madrid, 2014.

– Stefano Russomanno: «La conquista de México» o el canto de la crueldad. Teatro Real. Madrid, 2013.

– Henry Kamen: La Inquisición española, una revisión histórica. Editorial Crítica. Barcelona, 2011.

– William S. Maltby: El Gran Duque de Alba. Ediciones Atalanta. Madrid, 2006.

– David M. Kennedy y Lizabeth Cohen: The American Pageant. Cengage Learning. Boston, 2005.

– Philip W. Powell: El árbol del odio. Editorial Porrúa. Madrid, 1972.

– Sverker Arnoldsson: La leyenda negra, estudios sobre sus orígenes. Universidad de Göteborg, 1960.

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–  http://www.kareol.es/obras/esponsales/esponsales.htm

–  http://www.kareol.es/obras/lamulata/mulata.htm

–  http://www.kareol.es/obras/elprisionero/prisionero.htm

–  http://www.kareol.es/obras/elcapitanspavento/spavento.htm

2 comentarios el “La «leyenda negra» en la ópera

  1. Liliana Izquierdo Reyes
    septiembre 29, 2022

    Muy interesante. Soy de México y busco óperas que traten de la leyenda negra pero con un enfoque más neutral. Me gustaría saber si hay zarzuelas que toquen el tema.

    • Rafael Valentín-Pastrana
      septiembre 29, 2022

      Jajaja es que la «leyenda negra» no es un tema neutral, Liliana: es un ataque por tierra, mar y aire al Imperio Español y a la Hispanidad desde hace cinco siglos, y yo (que para eso es mi blog) le doy el enfoque que considero más apropiado para combatir esta gran injusticia. Saludos!

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