
Otello, a partir de The Tragedy of Othello, the Moor of Venice de William Shakespeare es la penúltima de las óperas de Giuseppe Verdi (1813-1901) y la segunda de sus tres aproximaciones al mundo del dramaturgo inglés (tras Macbeth y antes que Falstaff1). La cuarta podía haber sido El rey Lear, proyecto en el que distintos libretistas (Salvatore Cammarano y Antonio Somma) trabajaron durante décadas2 tratando de adaptar para Verdi la tragedia shakespeariana. En Otello, ópera en cuatro actos estrenada en el Teatro Alla Scala de Milán el 5 de febrero de 1887 y que estos días inaugura la programación de la temporada 2025-26 del Teatro Real en reposición de la coproducción de 2016 realizada con la English National Opera y la Ópera Real de Estocolmo, Verdi se inclina por un desarrollo musical sin solución de continuidad, prescindiendo de los números cerrados con la habitual fórmula de las arias recitativo-cavatina-cabaletta. En su lugar el compositor, siempre respetando la tradición operística italiana, da un paso adelante al articular bloques más amplios y flexibles en los que basculan tonalidades diferentes y densidades armónicas deudoras de Richard Wagner: la muerte de Otello, con su postrer “Un bacio… un bacio ancora… un altro bacio…”3 parece extraída de Tristán e Isolda.

Y es que todo había cambiado con Arrigo Boito (1842-1918)4, wagneriano declarado, notable compositor (ahí está para comprobarlo esa joya del género operístico que es Mefistófeles5, de 1868), shakespeariano6 confeso y libretista que influyó decisivamente en la forma de componer de Verdi a partir de Simon Boccanegra (participando en la revisión de 1881 de la ópera originalmente compuesta en 1857), siguiendo con Otello hasta finalmente concluir con Falstaff (1893). En 1879 Giulio Ricordi, nieto del fundador de la poderosa editorial de partituras, le propone a Verdi que sea Boito el que elabore el libreto de su nueva ópera. Pero el músico, a la sazón retirado desde 1871, en su cúspide de prestigio y cercano a los setenta años de edad, no admite imposiciones. Giuseppina Strepponi, esposa del compositor, le da la pauta al heredero de la casa Ricordi para convencer a su marido: «Creo que lo mejor es no darle nunca la impresión de que se le está presionando. Lo mejor es seguir la corriente y dejar que llegue hasta el mar». En 1884 Verdi y Boito, ya reconciliados de sus viejas disputas7, se ponen manos a la obra.

La tragedia de Shakespeare arrancaba en Venecia, pero Boito prefiere abrir la ópera con el potente episodio del barco de Otello, gobernador de Chipre, superando la tormenta y llegando victorioso a la isla del Mediterráneo: Otello posee «la poderosa y honesta apariencia de un guerrero. Es simple en su comportamiento y en sus gestos; sus órdenes son autoritarias; su juicio, sereno», lo describiría el libretista. Pero este triunfador, en la cumbre de su gloria, es a la vez una persona insegura y vulnerable. Y a partir de ese momento comienza su inexorable descenso a los infiernos. Hay racismo en Otello (aunque en la presente producción se evite maquillar de negro al tenor, no vaya a ser que surjan protestas por el «black-face»), pero también mucho de clasismo: el moro desconfía de su esposa porque es blanca, cristiana (religión a la que se convierte para hacerse perdonar su origen) y de alta posición. Un inalcanzable para un advenedizo como Otello, que deduce que Desdémona le engaña con un florentino de alta cuna como Cassio. No hay que perder de vista que en esa renacentista y humanista Italia de finales del Quattrocento se estaba incubando el odio al extranjero: los españoles, dominadores, desde las campañas de Fernando de Aragón y el Gran Capitán, de la inmensa parte de la península itálica (y de Sicilia desde las Vísperas de 1282), fueron despectivamente tratados por la mezcla impura de sangres latina, mora, goda y judía: es lo que se conoce como il peccadiglio di Spagna, a la manera de defecto de origen.

Es sabido que una historia funciona mejor cuanto más conseguido esté caracterizado el villano. Verdi comprendió que un o una antagonista era primordial para enriquecer la estructura de sus obras y dotar de complejidad a las relaciones entre los personajes. Lo experimentó por primera vez en Nabucco, que se podía haber titulado perfectamente Abigaille, la malvada hijastra del rey de Babilonia que desea heredar la corona de su padrastro a cualquier precio y cuya presencia eclipsa al teórico protagonista. El músico iría perfeccionando esta técnica en Macbeth (gran parte del peso de la ópera lo lleva Lady Macbeth), Il trovatore (que se podría haber llamado El conde de Luna), y en Aida (donde Amneris, la hija del rey de Egipto, comparte el protagonismo de la ópera con la esclava etíope que da título a la ópera). Y Giuseppe Verdi alcanzó la excelencia con el fascinante personaje de Yago, alférez de Otello: el sibilino urdidor -para ascender en su rango- de las insidias que desembocarán en fatal tragedia. Un aparentemente inofensivo brindis8 se transforma, a medida que aumenta la embriaguez de los participantes, en una truculenta maquinación con la que Yago, manipulando a sus compañeros de armas Roderigo y Cassio, se vengará del moro por no haberle nombrado capitán (aunque en el libreto se insinúa que la verdadera razón de fondo de esa inquina es por una infidelidad –“La schiava impura tu sei di Jago”9– de su esposa Emilia con Otello), con Desdémona como inocente víctima propiciatoria.

Los despreocupados cánticos iniciales de coro y solistas van volviéndose más inquietantes a medida que Yago va utilizando a sus compañeros como piezas de un tablero para desplegar su diabólico plan que, por ambición, envidia y celos, desemboca en una explosiva combinación de engaño y traición. Toda una lección dramática surgida de la mágica fusión de los descomunales talentos de Arrigo Boito y Giuseppe Verdi. En su mefistofélico «Credo» del segundo acto, fragmento original de Boito que no procede de Shakespeare, Yago hace profesión de (mala) fe, de ateísmo y de nihilismo: “Credo in un Dio crudel che m’ha creato / simile a sè e che nell’ira io nomo»10. Poco después, el victorioso general, cegado por los celos, «negro torbellino que todo lo engulle»11, suscribe con Yago (el mal por antonomasia, que ha sembrado en Otello la duda sobre la fidelidad de Desdémona) un auto destructivo pacto de sangre por el que lo perderá todo12. Tal es la importancia que este personaje tiene en la ópera, que Verdi manejó el título de Yago hasta pocos meses antes del estreno de la obra13. «Es cierto que Yago es un demonio capaz de mover cielo y tierra, pero Otello es el que de verdad actúa, ama, sufre celos, mata y resulta muerto. En mi opinión no sería conveniente darle a la obra otro nombre que no sea el de Otello», le escribiría el compositor a Boito tras tomar la decisión final14.

El director de escena David Alden exacerba la omnipresencia de Yago a lo largo de toda la ópera, pero con algunos momentos subrayados gratuitamente, como su innecesaria aparición asomando al fondo del decorado durante el íntimo dúo de amor entre Otello y Desdémona del primer acto. O cuando le vemos, en el prólogo del cuarto acto, haciendo los preparativos de la última noche de Desdémona y hasta encendiéndola el fuego. O cuando Alden, en un ataque de autor, coloca a Yago al final de la ópera sentado contemplando, se supone que orgulloso, el resultado de su obra, haciendo caso omiso a Shakespeare y a Boito, que resolvían la situación con Ludovico, Montano y Cassio ordenando la detención del vil conspirador, que huía al ser desenmascarado: «¡Detente! ¡Seguidle! ¡Apresadle!»; pero Yago ni se detiene, ni le persiguen, ni le apresan, ni le castigan: ahí se queda sentado como un convidado de piedra durante toda la secuencia. La puesta en escena de Alden se sitúa en un escenario amplio, diseñado por Jon Morrell, que es básicamente el mismo para los tres actos, sirviendo tanto como puerto de Chipre -con una iglesia al fondo- como para las estancias, salones y alcobas del palacio. Todo ello sin recovecos y libre de obstáculos, lo que facilita los movimientos de solistas y coro pero que, al ser demasiado parco de mobiliario, conduce a situaciones anti climáticas, como que Otello y Desdémona se entreguen a la pasión en el dúo del primer acto tirados por el suelo. Tampoco se luce mucho el escenógrafo con el tálamo de muerte para el último acto: un mínimo y cutre camastro arrinconado en uno de los extremos del vasto escenario, indigno del dormitorio un general triunfador casado con una noble veneciana. En cuanto a la escena del tercer acto en la que Yago intenta sonsacar a Cassio, Alden y Morrell no encuentran una solución escénica menos imaginativa que esconder a Otello agachándose ridículamente en cuclillas detrás de unas vulgares sillas para tratar de espiar a capitán y alférez. Por ejemplo, podían haber situado al moro detrás de esa puerta con mirilla situada a la izquierda del decorado por la que continuamente entran y salen los actores o haciendo un agujero en el icono de la virgen para que Otello observara y tratara de ver y escuchar por él sin ser descubierto, en vez de dedicarse a cargar de un lado al otro del escenario con el aparatoso cuadro (otro redundante subrayado, porque ya nos habíamos enterado de su cristianización; será para reafirmar a toda costa lo de la fe del converso…) y así, de paso, se le hubiera dado a ese elemento de atrezo la relevancia y utilidad que demanda la acción dramática de la ópera.

Amplitud que, igualmente, deja en evidencia y a la vista de todos los movimientos coreográficos concebidos por Maxine Braham, algunos tan peregrinos como esa especie de conga lateral del pueblo chipriota mientras espera que el barco de Otello llegue a salvo, el trote a caballo -incluso con gestos de azotarlo en la grupa- del coro en el brindis, el por momentos indescifrable lenguaje con las manos de la figuración o la amanerada y surrealista presentación de obsequios a Desdémona (ya de por sí bastante naíf y a la que sólo falta que la toreen con la estola y le claven unas banderillas) del segundo acto a cargo de campesinos y marineros. Y sabemos que son campesinos y marineros porque lo cuenta el libreto: el anacrónico vestuario (la acción se ubica a finales del siglo XV), también firmado por Jon Morrell, combina uniformes militares que parecen tomados de la Revolución rusa (Yago se asemeja, con su cazadora de cuero, a un comisario comunista, lo que queda corroborado cuando los soldados del general exhiben la bandera conquistada al enemigo puño en alto, a la manera de una asamblea del sóviet) mientras que los nobles venecianos, con sus gabanes, levitas, chisteras (… y hasta sombrillas para el sol, como si estuvieran en un balneario: de hecho el personaje de Roderigo viste un modelo que serviría perfectamente para Dirk Bogarde en Muerte en Venecia), parecen los Romanov antes de ser ejecutados por milicianos bolcheviques en Ekaterimburgo. Merece la pena destacar el diseño de iluminación de Adam Silverman quien, para reforzar las situaciones y los personajes, aprovecha puertas y ventanas que se abren y por las que se cuelan potentes chorros de luz sobre las desnudas paredes que proyectan sombras como si fueran unos personajes más, con lo que consigue transmitir una desasosegante sensación de inquietud, dotando a los protagonistas bien de un aura de angelical pureza (Desdémona), bien remarcando ominosamente sus siniestras intenciones (Yago, Otello). Silverman recurre a un continuo y fascinante juego de luces (también gracias al acertado empleo de recursos como los relámpagos de la tormenta y las llamas del fuego), como en la escena del estrangulamiento de Desdémona a manos de Otello donde, gracias al empleo de la luz y la sombra, se dilata el tiempo de manera angustiosa, fusionando de modo estremecedor los destinos de víctima y verdugo. Alden y su equipo consiguen en esta escena una de esas mágicas conjunciones de interpretación, decorado, vestuario, iluminación y movimiento escénico (con el fundamental colchón musical de los armónicos graves de la cuerda de la orquesta) como sólo en la ópera pueden darse, y durante la cual el tiempo pareció detenerse.

Habiendo asistido a dos funciones con dos repartos distintos, se pueden establecer comparaciones respecto a los tres personajes principales: como Otello, estuvo más concentrado en lo actoral y entregado en lo vocal Jorge de León, pese a su habitual emisión irregular y, por momentos, desbocada. Brian Jagde, la gran decepción del primer reparto, estuvo errático toda la función: apático -y rozando el gallo- en el dúo de amor inicial, engullido por Yago en el pacto de sangre, perdido a lo largo y ancho del tercer acto y lamentable en la despedida “Niun mi tema”, como agotado y hundido (quizá temiéndose los abucheos que veía venir). Nada que ver con la compleja caracterización de Otello (con matices que van del enamoramiento al sarcasmo, pasando por la desesperación y la locura…), que exige un tenor no tanto heroico, como se suele demandar, sino «cupo e terribile» (oscuro y terrible), como defendían Verdi y Boito. Como Desdémona brillaron tanto Asmik Grigorian como Maria Agresta. Pero mientras que la lituana estuvo fría en exceso y con tendencia a abusar del sprechgesang (o canto hablado, declamado), la italiana, con sangre mediterránea, la superó en lo emocional en la escena final, donde se funden, en un terrible ritual de suicidio (porque Desdémona es consciente de que va a morir esa noche y se resigna a ello) y asesinato: “Un fuerte sentimiento de amor, pureza, nobleza, suavidad, inocencia y resignación emana de la figura casta y armónica de Desdémona. Cuanto más sencillos y tímidos sean sus movimientos, más conmovido resultará el espectador», escribiría Boito, regalándole a Verdi otro magistral fragmento de su propia cosecha que tampoco figuraba en el texto teatral del escritor de Stanford-upon-Avon: la plegaria final de Desdémona, libre adaptación realizada por el libretista del texto del «Ave María”. Ambas sopranos cosecharon las mayores ovaciones de sus respectivas funciones. También el público valoró en su justa medida a Gabriele Viviani, un Yago más sibilino y malvado en su actuación y vocalmente muy superior al de un timorato Vladimir Stoyanov, con un insuficiente registro grave. Entre los secundarios, complementaron muy dignamente el reparto Enkelejda Shkoza (Emilia), Airam Hernández (Cassio), In Sung Sim (Ludovico) y Fernando Radó (Heraldo). Nicola Luisotti, al frente de la Orquesta Titular del Teatro Real, consiguió magníficos momentos de sutilidad y meciendo a los cantantes en el dúo de amor del primer acto, insuflando de garra al Credo de Yago y de furor al dúo de la venganza del segundo acto y transmitiendo inquietud y desazón en el prólogo al asesinato de Desdémona. Y consiguió ajustar a todas las partes intervinientes en esos momentos que tiene Otello nada fáciles de concertar y donde no siempre se logra el equilibrio de los planos sonoros: el cuarteto del segundo acto, el terceto entre Otello, Yago y Cassio o la gran escena final del tercer acto con la delegación veneciana. Muy bien el Coro Titular del Teatro Real que dirige José Luis Basso, sobre todo por tener que, aparte de cantar, tratar de cumplir las peculiares instrucciones de la coreógrafa.

En palabras del musicólogo Charles Osborne, con Otello «se había llegado al final del largo camino que Verdi había hecho recorrer a la ópera italiana durante casi medio siglo, desde las antiguas formas establecidas hacia una melodía dramática fluida y continua». O, como señala Lincoln R. Maiztegui, Otello despliega una música «tan admirablemente vanguardista y a la vez tan profundamente fiel a sus obras anteriores… La armonía se ha hecho más libre y rica, la orquestación más integrada al devenir musical, los momentos poéticos más elevados y puros». Igual que hizo Miguel Ángel Buonarotti con su David, se podría decir que Verdi había por fin conseguido, eliminando el prescindible material sobrante, esculpir su imponente Otello.
Rafael Valentín-Pastrana
Este post está dedicado a mi sobrino-segundo con el que asistí a la presente función de Otello, Jean Pierre Gil-Quinsac quien, dotado de muy buen gusto, sabe apreciar las virtudes artísticas de una buena representación de ópera.
Notas a pie de página:
Videobibliografía:
– José Luis Téllez: Otello. Las charlas de Téllez. Teatro Real. Madrid, 2025.
– Joan Matabosch: No sentirse merecedor de lo que más se ama. Teatro Real. Madrid, 2025.
– Mario Muñoz: Anatomía de una obsesión. Teatro Real. Madrid, 2025.
– Rafael Valentín-Pastrana: Las putas funcionan, y muy bien, en el escenario. www.eltema8.com, 2025.
– Rafael Valentín-Pastrana: Nagasaki, mon amour. www.eltema8.com, 2024.
– Rafael Valentín-Pastrana: Quién pudiera volver a ver por primera vez «Rigoletto». www.eltema8.com, 2023.
– Rafael Valentín-Pastrana: Anatomía musical de la «leyenda negra». www.eltema8.com, 2023.
– Rafael Valentín-Pastrana: Si me sepultan vivo en una pirámide, que sea sonando el dúo final de “Aida”. www.eltema8.com, 2022.
– Rafael Valentín-Pastrana: Italia y Verdi resurgen con «Nabucco». www.eltema8.com, 2022.
– Rafael Valentín-Pastrana: Éste es el beso de Tosca. www.eltema8.com, 2021.
– Rafael Valentín-Pastrana: Ámame, Amelia o Amelia en el baile. www.eltema8.com, 2020.
– Rafael Valentín-Pastrana: «Don Carlo» de Verdi o todos contra Felipe II: ¿imperiofobia…imperiofilia?. www.eltema8.com, 2019.
– Rafael Valentín-Pastrana: Trove, trove el trovador. www.eltema8.com, 2019.
– Rafael Valentín-Pastrana: ¡Falstaff inmenso, enorme Falstaff!. www.eltema8.com, 2019.
– Andras Batta y Sigrid Neef: Ópera. Könemann Verlagsgesellschaft mbH. Colonia, 1999.
– Charles Osborne: Verdi. Macmillan London Limited. Londres, 1978. Edición española: Salvat Editores S.A. Barcelona, 1985.
– Lincoln R. Maiztegui: Los grandes temas de la música. Seis óperas verdianas. Salvat S.A. de Ediciones. Pamplona, 1983.
– Elvio Giudici: Las óperas de Verdi. Salvat S.A. de Ediciones. Pamplona, 1982.
– http://www.kareol.es/obras/oteloverdi/acto1.htm
Nota: Las imágenes incluidas en este post de las representaciones y/o ensayos de Otello son © Javier del Real / Teatro Real. Madrid, 2025.



