El Tema 8

El tema 8 es como el primer amor: no se olvida nunca.

El castillo (con cabina telefónica) de Barbazul

En el campo escénico, Bela Bartok (1881-1945) es autor de pocas pero conseguidísimas piezas. Y el Teatro Real une estos días, en coproducción con la Ópera de Basilea, dos de ellas: el ballet-pantomima A csodálatos mandarin / El mandarín maravilloso, Op.19 Sz. 73 (1919) y la ópera en un acto A Kékszakállú herceg vára / El castillo de Barbazul, Op.11 Sz. 48 (1911). Entre ambas obras se incluye, también coreografiado, el contemplativo primer movimiento de la Música para cuerda, percusión y celesta, Sz. 106, (1936) del compositor magiar y que el director de escena Christoph Loy bautiza como Resurrección.

A partir de un argumento de Menyhert Lengyel1, con El mandarín maravilloso (1919) Bela Bartok supera su etapa de estudio de lo folclórico y abraza lo expresionista, con una obra de deslumbrante despliegue orquestal y con una apabullante violencia rítmica que nada tiene que envidiar a La consagración de la primavera (1913) de Stravinski o a la Suite escita (1915) de Prokofiev. El ballet-pantomima no se pudo estrenar en la Hungría natal de Bartok, y no es hasta el 28 de noviembre de 1926 cuando la obra se presenta en Colonia, con gran escándalo entre el público2: a la agresividad de la música de Bartok y de su endiablado3 ritmo, había que sumar un argumento escabroso (con protagonismo de una prostituta explotada por proxenetas), violento (los villanos intentan todo tipo de fórmulas para asesinar al mandarín) e incómodo para la poco acostumbrada audiencia de aquellos felices años veinte. El crítico musical Enrique Franco resumió que el ballet es una «suma de lo macabro, lo grotesco y lo perverso». Ya en 1933 se interpreta en París en versión de concierto, con un breve añadido de coro (que ilustra el momento de la muerte del mandarín), que es la que ha perdurado hasta nuestros días.

El dramaturgo Bela Balazs4 (1884-1949) escribió su misterio en un acto El castillo de Barbazul a partir de una balada popular que Charles Perrault (1628-1703) había transformado en cuento en 1697 y que Maurice Maeterlinck (1862-1949) convertiría en drama en 1902 con el título de Ariadna y Barbazul5. La obra escénica, compuesta en 1911, fue declarada como irrepresentable por el jurado del concurso al que Bartok la presentó y tendría que esperar para ser estrenada en la Ópera Real de Budapest el 24 de mayo de 1918. Con una dimensión que ronda la hora de duración, El castillo de Barbazul está distribuida en un único acto y cuenta con sólo dos personajes6. Formato suficiente para que, con su música primitiva (a partir las melodías y canciones tradicionales del folclore arcaico húngaro que había explorado y diseccionado Bartok, encontró un sustrato -el folclore «imaginario»- que era común a la prosodia, a las escalas y a las inflexiones del idioma húngaro7), pero a la vez transgresora, sea considerada la ópera húngara más importante del siglo XX. El empeño de Bela Bartok de convertir en obra lírica la historia de Barbazul y Judith se encuentra en un amor de juventud no correspondido. Al igual que el protagonista de su ópera, Bartok siempre trató de proteger su vida interior -aislándose en su «castillo»: ni siquiera sus dos esposas pudieron nunca franquearlo- del mundo exterior.

Gustave Doré: ilustración para el cuento de Perrault La Barbe bleu.

Cada una de las siete puertas de la mansión del duque de Barbazul guarda un secreto: la sala de torturas, la armería, el tesoro, el jardín secreto, el vasto reino, el lago de lágrimas y la sala de las esposas. El epicentro y momento cumbre de la ópera se encuentra en la apertura de la quinta puerta del castillo, con el aparato orquestal al completo y esa poderosa fanfarria de los metales, con el concurso del órgano, en un deslumbrante y pletórico do mayor, que acompaña el aterrador alarido de Judith cuando Barbazul le muestra su vasto e inabarcable imperio, mientras su prometida advierte, estremecida, que todos sus dominios, campos, ríos, nubes están teñidos de rojo. Una vez descubierto el interior de la sala, todo vuelve a la oscuridad, reforzado musicalmente con un desolador silencio. Un momento que, como muy bien señala Joan Matabosch en el programa de mano, “deja al espectador hundido en su silla”. La curiosa Judith («¿Por qué están cerradas esas puertas?») se empeñará en ir abriéndolas una tras otra pese a la advertencia del dueño del castillo («Nadie ha de ver lo que hay tras ellas») y aunque ello desemboque en tragedia al descubrir que tras la séptima puerta están encerradas las tres anteriores esposas (reinas respectivas del amanecer, el mediodía y el atardecer) de su amado duque. Judith se arrepiente, pero ya no hay marcha atrás. Con unos bellísimos versos octosílabos (métrica típica de las baladas populares húngaras), Barbazul condenará en vida a su última esposa a convertirse en la reina de la noche: «Hermosa, por siempre hermosa, / serás eternamente reina / de todas mis mujeres. / ¡La mejor, la más hermosa!», exclama Barbazul en el inolvidable final de la ópera.

La actual producción, que ya se representó en Basilea en 2022, cuenta con la dirección escénica de Christof Loy, que redunda en sus obsesiones particulares ya conocidas de su larga colaboración con el Teatro Real (Capriccio, Rusalka, Arabella, La voz humana, Eugenio Oneguin): ese gusto por los amplios y casi desnudos espacios y por la radicalidad cromática. Y esa inconfundible querencia al tumulto lujurioso, especialmente presente en la caótica coreografía del Mandarín, también responsabilidad de Loy. El mensaje que pretende transmitir el director es algo confuso: el final de El mandarín maravilloso encadena con otra acción en El castillo de Barbazul, pero en el mismo lugar. Sobre los cimientos del decorado del Mandarín emerge el castillo de Barbazul y así ambas obras quedan unidas en una única dramaturgia. La violencia exterior que sufren los personajes del ballet da paso, sin solución de continuidad, a Judith violentando con su insistente curiosidad los sentimientos y secretos de Barbazul. Y por eso el mandarín y la ramera del ballet (interpretados con estajanovista entrega por los bailarines Gorka Culebras y Carla Pérez) “son” Barbazul y Judith en la ópera.

Christoph Loy se inclina por un tratamiento de la ópera de Bartok en clave simbólica y de psicoanálisis, de moda en los años en que ambas obras fueron concebidas. Pero una cosa es que el castillo sea una metáfora y otra que no haya castillo: lo que vemos son las afueras de la fortaleza y el espectador se queda a las puertas de la misma, en una explanada en la que se distribuye el escueto y feísta atrezo ideado por Loy y el escenógrafo Márton Ágh: casetas de playa (de hecho Loy aclara en sus notas al programa que la acción transcurre a las orillas de una) sobre postes de madera, sillas de plástico y de tijera, neumáticos y todo tipo de basura contaminante que parecen restos de una riada, aparte de la simbólica (aunque ni leyendo las notas al programa de Matabosch quede claro qué simboliza) cabina telefónica, visible por completo en el ballet y parcialmente enterrada en la ópera. A falta de haber dado al espectador la oportunidad de visualizar el interior de las salas del castillo de Barbazul (es una pena que no se haya recurrido, con la de posibilidades que hay hoy en día con las nuevas tecnologías, a ninguna imaginativa solución audiovisual que hubiera ilustrado todos los detalles que nos describe Bela Balazs) al menos el juego de brumas (acertada metáfora de las lágrimas del lago que se ocultan tras la sexta puerta, eficientemente conseguida mediante la siempre agradecida máquina de humo) y la iluminación (sobre todo, la atenuación gradual de la misma en la escena de la séptima última sala hasta sumir al escenario en una dramática oscuridad que, finalmente, se impone en su total fatalidad) de Thomas Kleinstück dan algo de prestancia al espectáculo.

La figura del Poeta prologuista, presente tanto en el ballet como en la ópera, funciona a medias (por mucho que Joan Matabosch también intente justificar esta decisión de Christoph Loy): una voz en off o simplemente unos rótulos hubiera resuelto la situación más eficazmente que hacer interactuar de manera absurda a este personaje en las dos obras: en el Mandarín el Poeta (personaje inexistente en el relato de Lengyel) acaba subido a la cabina y en Barbazul (que es donde los autores sí incluyeron un prólogo) termina deambulando sin sentido entre los pilotes de madera de la playa, siendo testigo pasivo (tampoco existe ese personaje en el texto de Balazs: sólo es un prólogo literario) de la reclusión final de Judith tras abrir la última puerta. La agresividad de la trama está, eso sí, bien resuelta en algunos momentos del ballet (los sórdidos intentos de ahogamiento del mandarín, primero con una bolsa de plástico y luego sumergiendo su cabeza a la orilla de la playa) y lo mismo se puede decir del uso de distintos colores chillones (rojo, morado, amarillo mostaza…) en los ropajes de la prostituta y sus explotadores. Lo que no resulta fácil es imaginarse a un mandarín luciendo esmoquin. Menos inspirada está Barbara Drosihn con el vestuario de la ópera de Bartok, en la que Barbazul y Judith visten modelos como si estuvieran volviendo comatosos de una fiesta de Nochevieja: ahí se impone la consabida dicotomía blanco-negro tan típica de Loy: dominio de los negros (pertinentes para mimetizarse con la oscuridad que marca el libreto) en los ropajes de la pareja, salvo con el contraste del blanco de la camisa de Barbazul.

En cuanto al reparto vocal, la voz de la soprano Evelyn Herlitzius (Judith) ya adolece de falta de frescura y a veces resulta áspera, gutural y tendente al «parlato», que recuerda a los reproches que Hector Berlioz mostraba hacia algunas cantantes alemanas de su época que abusaban de esta técnica. El bajo Christoph Fischesser estuvo más solvente, aunque con su interpretación excesivamente reflexiva no transmitió la bravura y poderío que requieren el personaje de Barbazul. Por lo demás ambos se pasan, por indicaciones del regista, gran parte de la ópera sentados, tumbados o de espaldas a la audiencia, con lo que ello minimiza la correcta emisión de las voces. A la batuta, al habitualmente solvente Santiago Gimeno en el repertorio eslavo (El ángel de fuego de 2022 y Eugenio Oneguin de 2025) se le pueden reprochar situaciones de confusión y falta de contundencia orquestal a lo largo del Mandarín, si bien se le notó más cómodo en los momentos contemplativos del epílogo del ballet y en algunas secciones de Barbazul, especialmente en las sutiles texturas casi impresionistas (aunque superando las enseñanzas de su modelo, que no era otro que el Pelléas et Mélisande de Debussy) que acompañan las aperturas de las salas tercera y sexta de la ópera.

Atractivo, en cualquier caso, este programa doble con dos obras maestras de Bela Bartok que, más de cien años después de su composición, inexplicablemente aún no habían sido programadas en el Teatro Real de Madrid. Ambas piezas se representan en orden inverso a sus fechas de escritura, aunque quizá hubiera sido más coherente, por cronología y por estética musical (del hieratismo simbolista de la ópera a la aspereza expresionista del ballet), invertir la colocación de las piezas: primero El castillo de Barbazul y después El mandarín maravilloso.

Rafael Valentín-Pastrana

@rvpastrana

Notas a pie de página

  1. Lengyel (1880-1974) fue también guionista de algunas de las películas más celebradas de Ernest Lubitsch (1892-1947): Angel (1937), Ninotchka (1939) y To be or not to be (1942). ↩︎
  2. Y entre los políticos: el alcalde de la ciudad en aquel entonces, Konrad Adenauer (1876-1967), se vio obligado a cancelar las siguientes representaciones del ballet de Bela Bartok. ↩︎
  3. No en vano el propio Bartok había anunciado a su primera esposa que su ballet tendría«una música diabólica». ↩︎
  4. Balazs también es el autor del libreto del otro ballet de Bela Bartok, El príncipe de madera (1917). ↩︎
  5. Paul Dukas (1865-1935) compondría en 1907 otra ópera basada en la obra de Maeterlinck y que también subirá al escenario del Teatro Real en la presente temporada: Ariadna y Barbazul. ↩︎
  6. El castillo de Barbazul es una ópera corta, género que cuajó en las primeras décadas del siglo XX, con frutos tan conseguidos y tan distintos como El retablo de maese Pedro (Falla, 1923), Ida y vuelta (Paul Hindemith, 1927) o Edipo rey (Igor Stravinski, 1927). ↩︎
  7. En sus fascinantes Memorias, Hector Berlioz reflexiona sobre la complejidad del idioma húngaro: «La lengua húngara no supone en absoluto una objeción para la música, al contrario, la considero mucho menos dura que la alemana. Pero, ¡menudo idioma! Si uno lo desconoce, no entenderá ni una palabra. No es posible estudiar las analogías entre el húngaro y alguna otra lengua conocida, porque no las hay. La palabra “concierto”, que es casi igual en italiano, español, francés, alemán, inglés o ruso, adivinen cómo lo escriben en los carteles húngaros: “hangverseny”, ni más ni menos». ↩︎

Videobibliografía:

– José Luis Téllez: El castillo de Barbazul. El mandarín maravilloso. Teatro Real. Madrid, 2025.

– Joan Matabosch: El frágil edificio de la felicidad. Teatro Real. Madrid, 2025.

– María Santacecilia: Escabrosa modernidad húngara. Teatro Real. Madrid, 2025.

– Rafael Valentín-Pastrana: Los titanes de la composición en el siglo XX (20): Bela Bartok. http://www.eltema8.com, 2017.

– Hector Berlioz: Mémoires de Hector Berlioz, membre de l’Institut de France, comprenant ses voyages en Italie, en Allemagne, en Russie et en Anglaterre (1803-1865). Traducción de Enrique García Revilla. Ediciones Akal. Madrid, 2017.

– Andras Batta y Sigrid Neef: Ópera. Könemann Verlagsgesellschaft mbH. Colonia, 1999.

– Enrique Franco: Notas al programa de mano del concierto de la Orquesta Nacional de España. Madrid, 1978.

– http://www.kareol.es/obras/elcastillodebarbazul/libreto.htm

Nota: Las imágenes incluidas en este post de las representaciones y/o ensayos de El mandarín maravilloso / El castillo de Barbazul son © Teatro Real / Theater Basel / Javier del Real / Matthias Baus. Madrid, 2025 y Basilea, 2022.

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