El Tema 8

El tema 8 es como el primer amor: no se olvida nunca.

La cena está lista, señora condesa

En 1929 muere Hugo von Hofmannsthal, libretista de la absoluta confianza de Richard Strauss (1864-1949) y para el que había escrito los textos de una prodigiosa serie de seis óperas: Elektra (1908), Der Rosenkavalier / El caballero de la rosa (1910), Ariadne auf Naxos / Ariadna en Naxos (1916), Die Frau ohne Schatten / La mujer sin sombra (1919), Die ägyptische Helena / Helena egipcíaca (1927) y Arabella (1929). El vacío, tras la muerte del escritor, lo cubre Strauss con otro colaborador de altura: el dramaturgo Stefan Zweig (1881-1942), con el que ya había trabajado en Die schweigsame Frau / La mujer callada, estrenada en Dresde en 1935.

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Zweig le propone a Strauss adaptar la obra Prima la musica e poi le parola (1782), con música de Antonio Salieri y libreto del abad Giovanni Battista Casti, realizando unos primeros borradores que acepta el compositor. Como Zweig, que se había exiliado en Brasil, no podía publicar con su nombre al estar prohibida su obra por los nazis debido a su condición judía, retoma el texto Joseph Gregor (1888-1960), con quien Strauss no logra congeniar y posteriormente el director de orquesta Clemens Krauss (1893-1953), que es quien finalmente figura acreditado como único libretista de Capriccio, Op.85 y quien se hizo cargo de su estreno en Múnich el 28 de octubre de 1942. Precisamente el mismo año en que Zweig se había suicidado en Petrópolis, dando por hecho que el hasta ese momento invencible III Reich iba inevitablemente a extender sus tentáculos por todo el planeta.

La acción de Capriccio, distribuida en un único acto y trece escenas, se desarrolla en las cercanías de París, aproximadamente en 1775. Nos encontramos con una ópera dentro de una ópera: una metaópera (abundan las referencias a otros autores: Gluck, Rameau, Lully, Pizzini, Metastasio…) en la que la música fluye sin solución de continuidad y sin la tradicional separación en números diferenciados, optando por el canto hablado («pieza conversacional» la denominó Strauss en el manuscrito de la partitura y de hecho en varios momentos de la ópera los diálogos se recitan sin acompañamiento musical), sobre el viejo dilema de si en una obra lírica tiene que prevalecer la palabra o la música.

Capriccio 2319Estas opciones están representadas respectivamente por los antagonistas que a su vez rivalizan por el corazón de la Condesa Madeleine: el poeta Olivier y el compositor Flamand, bajo la escéptica mirada y cínicas reflexiones del empresario y director teatral La Roche, un enamorado de la ópera italiana del momento y si incluye ballet y profusa tramoya escenográfica, mejor. Aunque hay estudiosos que sostienen que este personaje es una suerte de alter ego del propio Richard Strauss. Y razones no les faltan: en el largo monólogo de La Roche en la escena novena, quizá el punto neurálgico de Capriccio, asistimos a una excitada y contundente declaración de intenciones en toda regla por parte del compositor, con frases tan aclaratorias y definitorias como:

¿Se burlan y vituperan mi célebre teatro? ¿Qué les da derecho a hablar tan arrogantemente ante un experto como yo? ¡Ustedes, que nada han hecho por el teatro! 

¡No me señalen con el dedo! Yo sirvo a las leyes eternas del teatro. Preservo todo lo bueno que hemos logrado; el arte de nuestros padres está bajo mi protección. 

¡Sostengo la tradición, esperando pacientemente una obra moderna, valiosa, genial y fecunda! ¿Dónde está la obra que hable al corazón de la gente, que refleje su alma? ¿Dónde está?… No la puedo encontrar por más que la busco. ¡Sólo encuentro estetas fríos a mi alrededor! Se mofan de lo tradicional, pero no aportan nada nuevo ni mejor. 

¡Yo quiero poblar mi escenario con seres humanos! ¡Con personas que se nos parezcan, que hablen nuestro mismo idioma! ¡Que sus penas nos conmuevan y sus alegrías lleguen a lo profundo de nuestro corazón! 

Déjenme en paz con sus críticas. Hoy, en la cima de mi brillante carrera, puedo hablar de mí con orgullo. ¿Sin hombres de mi categoría, qué sería del teatro? ¿Qué sería de él sin mi osado trabajo y, finalmente, sin mi mano talentosa? 

¡Mi trabajo es honesto! Mis metas son claras; lucho por la belleza y el triunfo del noble teatro.  Este es mi lema: ¡Doy mi vida por el teatro y sobreviviré en los anales de su historia! 

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En palabras de Pablo L. Rodríguez, Strauss se sitúa «entre el último romántico y el primer modernista…en Strauss nada es lo que parece. Y esa estrecha relación entre su vida y su obra era también una pose, una máscara que protegía su intimidad frente al mundo». Y habla, en comparación con otros titanes de la composición de su tiempo, de «su personal pragmatismo, alejado de toda megalomanía wagneriana, pietismo bruckneriano o metafísica mahleriana». Como añade Mark Berry, «Strauss siempre sabía qué botón apretar para generar la respuesta emocional adecuada». Conviene recordar el anhelo que albergaba Strauss de triunfar en un género en el que, en sus inicios, sólo había cosechado fracasos: la ópera (hasta finales del siglo XIX sus no pocos éxitos –Don Juan, Muerte y transfiguración, Las travesuras de Till Eulenspiegel, Así habló Zaratustra– se ceñían al repertorio del poema-sinfónico). Y es en 1897 cuando Strauss se ganó, fríamente y de un modo calculado y estudiado, al intendente general de la Ópera de Múnich, Ernst von Possart (1841-1921, en sus ratos libres actor vocacional muy aficionado a organizar recitales de prosa y poesía para mostrar a la burguesía bávara sus dotes en declamación) componiendo para él Enoch Arden, Op.38: un extenso melodrama de una hora de duración, (por cierto, con más palabras que música), dividido en dos actos. El ansiado nombramiento de Richard Strauss como director musical del teatro muniqués llegó de inmediato. Y a partir de entonces su carrera operística vino rodada.

Con Capriccio culmina lo que Strauss había experimentado en su ópera Intermezzo (1923, con libreto de Hermann Bahr, 1863-1934, y el propio compositor) y que se vino a llamar «comedia ligera de tinte burgués», con la fidelidad doméstica con ecos autobiográficos como tema argumental central y en la que Strauss abandona la radicalidad cromática que presidía sus revolucionarias óperas Salomé y Elektra (una tercera en esa misma línea atonal, Semíramis, parece que desgraciadamente quedó abandonada en el cajón del músico muniqués). Es lo que el musicólogo Carl Dalhaus definió como periodo de «mozartización» de Strauss, y que se inauguró con Rosenkavalier.

A pesar de su retorno al clasicismo, Capriccio, «no siendo una obra de protesta abierta» (Wark Berry)ha sido calificada como una pieza subversiva y, en palabras de Joan Matabosch, como «un particular acto de resistencia del anciano compositor», tras años de esquivar los llamamientos y consignas de las autoridades nacionalsocialistas, que venían demandando durante años a los artistas (y más a un trofeo que utilizar para la propaganda de su causa y exhibir ante el mundo al más importante compositor alemán en vida, como era Richard Strauss) que se involucraran y comprometieran activamente con el régimen de Hitler, cosa que nunca consiguieron del siempre reticente Strauss. Sin perder de vista el complicado entorno en el que esta obra tuvo que ser completada y estrenada, durante el transcurso de uno de los periodos más dramáticos de la Segunda Guerra Mundial: en agosto de 1942, dos meses antes del estreno de Capriccio, se había iniciado la batalla de Stalingrado, que marcaría el punto de inflexión de la contienda, de fatal desenlace para las tropas alemanas. Y un año después, en octubre de 1943, la muniquesa Ópera Estatal de Baviera sería destruida por los devastadores bombardeos de las tropas aliadas.

Capriccio 2119Como si nos encontráramos al margen del terrible contexto bélico del momento, la reveladora última frase de Capriccio, y por tanto de toda la producción operística de Richard Strauss, corre a cargo significativamente de un figurante con frase, el Mayordomo, que anuncia con desapego e ironía un trivial pero conclusivo: «Frau Gräfin, das Souper ist serviert / Señora condesa, la cena está servida». En esa época encontramos en la correspondencia del compositor confidencias como: «En realidad no siento deseos de escribir una verdadera ópera. Lo que quisiera hacer con el libreto del abad Casti es algo así como un tratado dramático, una especie de fuga teatral como hizo el viejo Verdi al final de Falstaff». Los jerarcas nazis, que pretendían que Strauss se plegara a sus dictados con una obra que enalteciera a la raza aria, se encuentran con esta sonora bofetada del compositor bávaro a sus caprichosos y perversos deseos.

Antes de este inesperado y verdiano colofón del Mayordomo, habíamos asistido a la escena final (ahora sí: una especie de miniópera en toda regla, con sus interludio y postludio orquestales), veinticinco inolvidables minutos que incluyen el bellísimo monólogo postrero de la Condesa viuda (en anticipo del que sería el epitafio de Strauss: las sublimes Cuatro últimas canciones / Vier letzte Lieder, Op.150 de 1948) al margen de estridentes modas, ismos y vanguardias de la época, previos a que la protagonista acuda a la biblioteca de su mansión al encuentro del amante (¿el poeta o el músico?) agraciado con su elección y por ende para que conozcamos, tras más de dos horas y cuarto de dudas y disquisiciones, si en la obra a representar va definitivamente a primar la palabra o la música. Como sostiene Berry, «los contrastes binarios raramente nos llevan muy lejos; si Strauss propone una respuesta, ésta es: ¿Por qué elegir?». Richard Strauss se lo confesó poco después del estreno a su colaborador Clemens Krauss, sin darle importancia a lo que debía finalmente escoger: “¿No es, quizá, este re bemol mayor de la escena final, el mejor broche para cerrar la obra teatral de toda mi vida?”.

Rafael Valentín-Pastrana

@rvpastrana

Videobibliografía:

– José Luis Téllez: Capriccio. Teatro Real. Madrid, 2019.

– Wark Berry: ¿Palabra o música? Teatro Real. Madrid, 2019.

– Joan Matabosch: Una ópera sobre la ópera. Teatro Real. Madrid, 2019.

– Pablo L. Rodríguez: Sinfonía doméstica. La máscara de Richard Strauss en las villas de Garmisch y Viena. Fundación Juan March. Madrid, 2019.

– Pablo L. Rodríguez: Muerte y transfiguración. Richard Strauss entre Korngold y Schönberg, el último romántico y el primer moderno. Fundación Juan March. Madrid, 2019.

– José Luis Roviaro: Capriccio (traducción). http://www.kareol.es, 2019.

– Rafael Valentín-Pastrana: Por el interés te quiero, Strauss. http://www.eltema8.com, 2017.

Nota 1: Este post, dedicado a Richard Strauss, constituye el número 36 de la serie dedicada a Los titanes de la composición en el siglo XX.

Nota 2: Las imágenes incluidas en este post de la representación y/o ensayos de Capriccio son © Teatro Real / Javier del Real. Madrid, 2019.

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