De las dos óperas (si es que El retablo de maese Pedro entra en este género) cortas de Manuel de Falla (1876-1946), La vida breve es -con permiso de La dueña de Roberto Gerhard- la ópera por antonomasia de la música española del siglo XX. Compuesta en 1905 para un concurso de óperas cortas convocado por la Real Academia de Bellas Artes de Madrid, fue estrenada en francés en el Casino Municipal de Niza el 1 de abril de 1913 y en español (frustrado el deseo del compositor gaditano de programarla en el Teatro Real) en el Teatro de La Zarzuela de Madrid, el 14 de noviembre de 1914. En el libreto de Carlos Fernández Shaw (1865-1911), también natural de Cádiz y adscrito al costumbrismo regionalista, subyace la lucha de clases que empezaba a denunciarse a principios del siglo XX y que impide a los protagonistas, por pertenecer a distintos estratos sociales, consumar su amor. El programa se completó con el estreno mundial de Tejas verdes, de Jesús Torres (Zaragoza, 1965), que cuenta con libreto de Fermín Cabal (1948-2023) a partir de testimonios de mujeres torturadas durante la dictadura de Augusto Pinochet. Textos de Cabal que están flanqueados, para abrir y cerrar la ópera de Torres, con poemas de Espadas como labios de Vicente Aleixandre y del Cancionero y romancero de ausencia escritos por Miguel Hernández durante su fatal cautiverio en Alicante. El Teatro Real nos presenta así un díptico operístico con dos historias de amor frustradas: la gitana Salud es engañada por su prometido Paco por prejuicios clasistas; Colorina es víctima de estar enamorada de Miguel, un activista revolucionario.

El drama de Fernández Shaw (padre) influyó obviamente en el entonces joven Federico García Lorca: Salud se siente prisionera en su «cárcel de oro», lo mismo que Bernarda Alba, Yerma y Mariana Pineda, las heroínas del poeta granadino, se sentirán encarceladas en sus casas. A propósito de Lorca, Manuel de Falla, hombre frágil, tímido y enfermizo, fue otra víctima de la barbarie fratricida: preocupado por la persecución religiosa tolerada por el Frente Popular, el compositor llegó a escribir personalmente a Manuel Azaña, presidente de la República, pidiéndole que pusiera coto a los desmanes contra los católicos. En 1940, aterrorizado por el entorno violento dominante (su querido Federico, entre otros amigos y familiares, es asesinado), abandona España rumbo hacia Argentina, donde su talento languideció, enredado obsesiva e inútilmente en concluir su oratorio La Atlántida y donde fallecería el 14 de noviembre de 1946.

Jesús Torres es, junto a su coetáneo David del Puerto (1964), el compositor más interesante de su generación, con un amplio catálogo con nutrida presencia de la música vocal, como Canciones del mar, Sonetos, Apocalipsis, Cuaderno místico o Aleixandre-Coros. Tras su primera ópera Tránsito (2020), se estrena mundialmente la nueva obra escénica de Torres, Tejas verdes. Se trata del nombre de un antiguo balneario ubicado a orillas del río Maipo, en la localidad chilena de Llolleo, que fue convertido por Augusto Pinochet, tras su golpe de estado, en centro clandestino de detención ilegal y represión política contra los disidentes del régimen. Pero Tejas Verdes, como aclaró Fermín Cabal, trasciende el lugar y el tiempo de la obra, concentrándose en la universalidad del drama de los perseguidos y asesinados por razones políticas: «es pura ficción, pero que aspira a ser pura verdad».

Para Rafael R. Villalobos, director de escena, “ambas protagonistas son presas de su circunstancia, ya sea política en el caso de Colorina o social en el de Salud». Por eso la presencia dominante en su escenografía para las dos óperas de los hierros como símbolos del encierro de las víctimas chilenas, pero también del sufrido en su propio hogar por la gitana andaluza, que ha perdido toda esperanza de escapar de una «sociedad congelada en la que uno intuye la arrogancia de los nobles y el poder del patriarcado», como escribió Jean-Charles Hoffelé en su biografía sobre Manuel de Falla. Sensación que últimamente ha vuelto a instalarse en nuestra sociedad por cálculo político de algunos interesados en azuzar el espantajo del “antifascismo”, sea lo que sea eso en pleno 2025.
“Nadie puede escapar de la cárcel que supone su condición social», abunda Villalobos, que parece sentirse cómodo con la España dual, separada en dos partes enfrentadas de manera irreconciliable y alejadas de esa tercera España por la que abogaba Manuel de Falla y que finalmente no pudo ser. Ambiente guerracivilista que es el que el regista ha escogido para la lectura tanto de la ópera de Falla (discutible) como la de Torres (lógico) para, apropiándose de distintos elementos culturales y políticos, retorcerlos, para así poner de manifiesto sus inquietudes y obsesiones ideológicas: Federico García Lorca, la Falange, el racismo, el clasismo, el exilio, las torturas, Miguel Hernández, las dictaduras (de derechas)… En consonancia, el escenógrafo Emanuele Sinisi diseña unos decorados en los que dominan las estructuras metálicas (las rejas, las cárceles) y que unifican y enlazan el Albaicín granadino de La vida breve con el antiguo hospital de reposo de Tejas verdes.

Conviene detenerse en la coreografía (y movimiento escénico, como se estila llamarlo ahora) firmada por Estévez, Paños y Compañía, con un denominador común para las dos óperas: la agresividad y la violencia, con uso y abuso de brazos en alto, taconazos, correazos, escupitajos y otros tópicos recurrentes. A veces asoman movimientos de sevillanas, de jota, de zapateado. Pero también asistimos a momentos inenarrables, como el paso de la oca de los desfiles nazis (muchos espectadores, quien sabe si contagiados, se apresuraron a desfilar -hacia la salida- desde que comenzó Tejas Verdes), el paso procesional bajo palio (que no falte la consabida burla a los sentimientos religiosos: Falla, ferviente católico, no lo hubiera aprobado; ahí están las palabras que le dedicó el poeta José Bergamín, en sus antípodas ideológicas: «Solía yo decir que había conocido personalmente a dos santos en mi vida: Jacques Maritain y Manuel de Falla. Ahora, en mi recuerdo, me parece que no he conocido más que a uno: Manuel de Falla»), chabacanas dosis de “testiculina” (los bailarines se agarran, orgullosos y con ostentación, sus partes íntimas)… y hasta una bailaora se marca el crusaíto, el robocop y el maiquelyakson, como aquel adefesio que representó a España en Eurovisión.

El vestuario, dominado en lo cromático por los negros tanto en el clan gitano como en el grupo de los acaudalados payos y también en los torturadores del balneario chileno es, en cuanto a su diseño, una mezcla de complementos dignos de los squadristas de la Marcia su Roma de Mussolini pero actualizados con camisetas de rejilla, muy apropiadas para estos tiempos en los que el cuerpo de baile masculino tiene que enseñar pectorales como sea. Y los que no son bailarines, también: los actores sin texto mostraban igualmente querencia de bajarse el mono de trabajo a las primeras de cambio para justificar el abono del gimnasio, ya fuera para mover los elementos escénicos como para fingir ser fusilados. La eficaz y contrastada iluminación de Felipe Ramos elevó el nivel de las representaciones.

Musicalmente, como señala Joan Matabosch en el programa de mano, «Falla incorpora el cromatismo wagneriano a su personal versión del verismo para crear atmósferas iridiscentes próximas al espíritu de las vanguardias… Además la tercera influencia es el simbolismo, que estaba invadiendo el arte occidental como reacción contra el realismo». Al respecto, la dirección musical de Jordi Francés combinó momentos vibrantes como en la Danza española nº2, esa prodigiosa quintaesencia del folclore imaginario a la española (¿conocía Ravel, cuando compuso su ballet Daphnis y Chloe, el impactante efecto de hacer cantar al coro sin palabras, sólo a base de exclamaciones, vocalizaciones y murmullos, como hizo Falla en esta sección de su ópera?), pero le faltó volumen y brillantez en la Danza nº1, donde Falla desplegó, gracias a su experiencia parisina, una paleta orquestal digna de Debussy, Dukas, Ravel o Rimsky-Korsakov. Y no equilibró los planos sonoros entre orquesta y cantantes, casi siempre tapados, incluyendo un cierre abrupto y poco climático de la ópera de Falla.

En cambio, Jordi Francés demostró tener más trabajada la compleja partitura de Tejas verdes, estructurada en siete partes: una introducción, tres escenas, un interludio orquestal y otras dos escenas durante las cuales Jesús Torres emplea, aparte de una nutrida orquesta, seis solistas -tres sopranos y tres mezzosopranos- y dos coros: uno lírico, el femenino, que canta fuera de escena, mientras que el otro, agresivo y masculino, encarna las fuerzas represivas del régimen de Pinochet. La agrupación que dirige José Luis Basso, muy bien en los contrastes (costumbrista en el primer acto, siniestro en el segundo) de La vida breve, alcanzó la excelencia en Tejas verdes al reflejar el sadismo de los matarifes del balneario. El director de orquesta plasmó con acierto el eclecticismo de la música de Torres: así supo captar esos ritmos frenéticos que tan pronto recuerdan el primitivismo de Stravinski (El pájaro de fuego) o Bernstein (West side story), los ostinati silábicos de Carl Orff (Carmina Burana), el minimalismo de John Adams (Nixon en China), el lirismo de Samuel Barber (Vanessa) o el ascetismo de Arthur Honegger (Juana de Arco en la hoguera) o de Weinberg (La pasajera; desde un punto de vista escénico esta ópera, recientemente representada en el Teatro Real de Madrid, también nos viene al recuerdo por la presencia como figurante sin frase en La vida breve de Colorina, la protagonista de Tejas verdes).

La soprano guatemalteca Adriana González se entregó en cuerpo y alma como la gitana Soledad, aunque también se constató que escogió un mal momento para no dominar la pronunciación de la i griega (letra que abunda en los costumbristas textos de Fernandez Shaw: “malhaya”, “yunque”…). Aún así, se adaptó aceptablemente al andalú y estuvo mucho más entonada que su partenaire, un distante y desubicado Eduardo Aladrén como Paco. Del resto del reparto, destacar la solvencia, en este tipo de papeles no protagonistas, de Rubén Amoretti como Tío Salvaor y Gerardo Bullón como Manuel. Más homogéneo fue el reparto de Tejas verdes, destacando, de entre las seis notables solistas femeninas, Colorina (sobrecogedora Natalia Labourdette en su plegaria de la escena cuarta, quizá el momento más conseguido de la ópera de Jesús Torres) y Doctora (una gélida e imponente Ana Ibarra). Alicia Amo (Delatora) y María Miró (Hermana) lucieron unas bellísimas voces dotadas de una gran musicalidad. Y confirmó a Jesús Torres como un experto en el tratamiento de las voces y del aprovechamiento de las fluctuaciones e inflexiones musicales del idioma español, una de las asignaturas pendientes de la ópera contemporánea española (incluidas las de Cristóbal Halffter y Luis de Pablo).

Hace unas temporadas el Teatro Real programó la ópera Ainadamar, del argentino Osvaldo Golijov (1960), una aproximación a los últimos días de la vida de Federico García Lorca. Se trataba de una notable partitura que, sin embargo, insistía en los mitos sobre la muerte del poeta exprimidos interesadamente por la izquierda política hasta la extenuación. Ahora, con Tejas verdes, un dramaturgo (de León) y un compositor (de Zaragoza) unen su talento para denunciar los horrores de la dictadura de Pinochet en Chile, ofreciéndonos un nuevo ejemplo de la aplicación de la Memoria Histórica/Democrática de manera selectiva, para que un determinado relato se mantenga vivo, mientras que otros se ocultan o se niegan. Crímenes igual de execrables en ese mismo hemisferio y mucho más recientes, llevados a cabo en tiranías aún en activo, siguen esperando que haya valientes y comprometidos autores que los conviertan en argumentos para sus novelas y óperas. Incluso historias que tuvieron lugar más cerca, en España. Sin ir más lejos, unas estrofas de Tejas verdes con las que se disculpa una de sus protagonistas, Enterradora (“Eran muchísimos cuerpos. No dábamos abasto”), ante los familiares de Colorina, valdrían perfectamente como punto de partida para una ópera sobre la detención, tortura y asesinato del dramaturgo español Pedro Muñoz Seca en el invierno de 1936. Tránsito desde la cárcel Modelo a las tapias de Paracuellos, se podría titular la ópera.
Rafael Valentín-Pastrana
Bibliografía:
– Joan Matabosch: Vivir en una prisión. Teatro Real. Madrid, 2025.
– Rafael R. Villalobos: La brevedad de un día. Teatro Real. Madrid, 2025.
– Sombra con sombra. Conversación entre el compositor Jesús Torres y la musicóloga Carmen Noheda. Teatro Real. Madrid, 2025.
– Rafael Valentín-Pastrana: «La pasajera»: al final va a resultar que el bueno era Weinberg y no Shostakovich… http://www.eltema8.com, 2024.
– Rafael Valentín-Pastrana: Nixon (en España y Franco) en China. http://www.eltema8.com, 2023.
– Rafael Valentín-Pastrana: Juana de Arco en la hoguera de la inquisición (francesa). http://www.eltema8.com, 2022.
– Rafael Valentín-Pastrana: «La dueña» o cómo el tarraconense Roberto Gerhard combatió desde su exilio inglés a la «leyenda negra»… y al nacionalismo catalán. http://www.eltema8.com, 2022.
– Rafael Valentín-Pastrana: Sobre la musicología como correa de transmisión de determinadas ideologías políticas. http://www.eltema8.com, 2021.
– Rafael Valentín-Pastrana: «Lilith, luna negra» de David del Puerto: una ópera actual, progresista y feminista. Eltema8.com, 2021.
– Rafael Valentín-Pastrana: «El abrecartas»: el tardío e inútil ajuste de cuentas de Luis de Pablo con el franquismo. Eltema8.com, 2018.
– http://www.kareol.es/obras/lavidabreve/acto1.htm
Nota 1: Este post, dedicado a Manuel de Falla y a Jesús Torres, constituyen los números 75 y 76 de la serie sobre Los titanes de la composición en los siglos XX y XXI.
Nota 2: Las imágenes incluidas en este post de las representaciones y/o ensayos de La vida breve / Tejas verdes son © Teatro Real / Javier del Real. Madrid, 2025.



