El Tema 8

El tema 8 es como el primer amor: no se olvida nunca.

“Eugenio Oneguin”: cartas (… y cópulas) pushkinianas

Eugenio Oneguin, Op. 24 (1878), ópera en tres actos de Piotr Ilich Tchaikovsky (1840-1893) con libreto de Konstantin Shilovski y Modest Tchaikovsky basado en una obra en verso del mismo nombre publicada por entregas entre 1823 y 1831 por Aleksandr Pushkin (1799-1837, al que han recurrido compositores rusos como Glinka –Ruslan y Ludmila-. Dargomyzhski –El convidado de piedra-, Rimsky-Korsakov –El cuento del zar Saltán, que se ha programado también para esta temporada-, Mussorgsky –Boris Godunov-, Rachmaninov –El caballero avaro– o Gubaidulina –Festín en tiempos de la peste-, aparte del propio Tchaikovsky –La dama de picas-) a medio camino entre la novela y el poema romántico. En su adaptación musical, Eugenio Oneguin tuvo su estreno profesional (el amateur, deseado por el compositor, fue en 1879 a cargo de estudiantes del Teatro Maly del Conservatorio de Moscú), por órdenes del zar Alejandro III, fascinado con la ópera, en el Teatro Bolshoi moscovita en 1881, subiendo a escena su revisión definitiva en 1885 en el Teatro Mariinsky de San Petersburgo.

Nikolai Dmitrievich Kuznetsov (1850-1929): Piotr Ilich Tchaikovsky

Para Irene de Juan, en sus notas al programa, «Oneguin, Fausto o Manfred son personajes creados en la primera mitad del siglo XIX, caracterizados por la alta cuna, sofisticada cultura y un hastío que los devora y los convierte en verdugos de aquellas personalidades más cándidas y soñadoras que encuentran a su paso». Todos ellos, como los etiquetó otro gran escritor ruso, Iván Turguenev, «hombres superfluos». Adscrita al movimiento romántico con retazos naturalistas, desde su primera representación Tchaikovsky se encontró con los reproches sobre su adaptación como ópera de un texto inicialmente no concebido por Pushkin para la escena y que carecía de teatralidad dramática. Tchaikovsky, muy seguro de sí mismo, le escribiría a su amigo, el también compositor Sergei Taneyev: «si -como afirmáis- la ópera es una acción y esta acción falta a Oneguin, estoy dispuesto a no llamarla “ópera”, sino lo que queráis, “escenas”, “representación escénica”, “poema”; en definitiva, lo que queráis». Tchaikovsky manifestó que, para su Oneguin quería «en el escenario a seres humanos y no a títeres… No quiero reyes, ni revoluciones, ni dioses, ni marchas. En una palabra, ¡no quiero nada de los atributos habituales de la grand ópera! Necesito un drama íntimo y profundo, basado en situaciones y en conflictos vividos por mí mismo o que he podido observar o que me puedan conmover».

La escena final, conectada con este último párrafo, es para el director de escena Christof Loy «una enorme catarsis, una purificación. El propio Chaikovski sentía que el deseo lo hundía, lo ensuciaba, lo culpabilizaba, y podemos interpretar esta escena como un intento de liberarse del deseo sexual. El compositor ruso puso música a lo que se mueve bajo la superficie, a los sueños y el deseo». No hay que olvidar que la composición de la ópera coincidió con el matrimonio condenado al fracaso de Tchaikovsky con Antonina Miliukova. José Luis Téllez, en su vídeo comentado, incide en que Eugenio Oneguin es una «verdadera metáfora de la situación personal del propio Tchaikovsky, como homosexual que era, en medio de una sociedad profundamente represiva, como era la sociedad zarista de la época». El carácter autobiográfico de Eugenio Oneguin también afecta al propio Pushkin que, como destaca Joan Matabosch en el programa de mano, «al relatar el duelo de Oneguin y Lenski en la nieve, describió unos pocos años antes lo que sería su propia muerte, asesinado como Lenski por un asunto de celos en un duelo calcado al de la novela». El destino o fatum de Pushkin, siempre tan presente en la obra de Tchaikovsky.

El verdadero protagonista de la ópera de Tchaikovsky es el paso irrecuperable del tiempo: la niña idealista del primer acto a la que había ignorado Oneguin es ahora una atractiva y acaudalada mujer que, con los años, despierta los deseos del vividor. Pero ya es demasiado tarde. En Eugenio Oneguin dominan las simetrías: dos hermanas, dos galanes, dos parejas, dos escenarios -aldea y ciudad-, dos bailes, dos cartas… No hay que perder de vista lo importante de las relaciones epistolares para Tchaikovsky: sólo a través de cartas se relacionó con su mecenas Nadezhda von Meck y por eso las misivas tienen una relevancia decisiva en Yevgueni Oneguin. Precisamente el aria de la carta de Tatiana es, junto al aria de Lenski «Kuda, kuda…», el punto álgido de la ópera: uno de esos inconfundibles momentos tchaikovskyanos en los que una eterna melodía, tomada y retomada por la orquesta, arropa y envuelve a la solista como si no fuera a abandonarla nunca. A pesar de estos juegos de dualidades, y como nos recuerda Matabosch, en la ópera «todo son desencuentros, momentos de transición que no logran sedimentar en un compromiso, sentimientos que no cristalizan, pérdidas definitivas de lo que un día se rechazó pero de repente se antoja deseable, fugacidad, melancolía, derrota, espera, silencio y soledad».

Como escribe Matabosch, la trama de la ópera de Tchaikovsky «va acumulando enérgicos sentimientos románticos desperdiciados». Lo que el compositor refrenda con la audaz e inusual disposición vocal de los cuatro protagonistas: «la doble pareja de amantes está constituida por Tatiana, romántica, ingenua y reflexiva, enamorada del culto, egoísta y escéptico Eugenio Oneguin; y por la pareja inversa, integrada por la alegre, vital y despreocupada Olga, a su vez enamorada de Lenski, poeta romántico, sensible y reflexivo. Chaikovski subraya lo improbable de la estabilidad y la dicha de ambas parejas asignándoles combinaciones de timbres inesperados: una de ellas está formada por una soprano y un barítono, y la otra por una mezzosoprano y un tenor. Es decir, todo el mundo canta con quien su tesitura no acaba de concordar, poniendo de manifiesto desde el inicio que hay algo que no se va a poder armonizar».

El Teatro Real programa Yevgueni Oneguin en coproducción con la Ópera de Oslo y el Liceo de Barcelona. El único reparto se limitó a cumplir. Si acaso destacaron algunos momentos de Kristina Mkhitaryan (la citada escena de la carta Tatiana, aunque resultó mejor actriz que cantante, con problemas de emisión y a menudo mal colocada en escena), de Maxim Kuzmin-Karavaev (cantó con nobleza el aria del tercer acto del Príncipe Gremin) y de la mezzosoprano Victoria Karkacheva (pese a la brevedad de su papel como Olga, tuvo una presencia muy digna en el primer acto). Tanto el barítono Iurii Samoilov (un Eugenio Oneguin acelerado y con poca elegancia vocal) como el tenor Bogdan Volkov (un Lenski demasiado contemplativo y con voz pequeña y quebradiza) decepcionaron en los papeles masculinos protagonistas. El coro, especialmente en la escena inicial de los campesinos, alcanzó un buen nivel, como acostumbra la formación que dirige José Luis Basso. Lo mejor, la dirección orquestal de Santiago Gimeno, que se confirma como un especialista en el repertorio ruso, tras las buenas impresiones de su Prokofiev (El ángel de fuego) de 2022: seguro en el pulso de los bailes de salón y también creando densas atmósferas como en la primera llegada de Oneguin o con el atento y cuidado acompañamiento a los solistas en sus respectivas arias.

La dirección escénica de Loy, que en su producción de 2001 para el teatro La Monnaie de Bruselas transgredió el habitual planteamiento romántico de la obra de Pushkin, ambientando la trama en la Unión Soviética estalinista, sitúa esta vez la acción en una hacienda en las afueras de San Petersburgo y la reestructura, en vez de en los tres actos ideados por Tchaikovsky, en dos bloques. En el primero, desde el punto de vista de Tatiana, el decorado y la escenografía se centran en la casa de la familia Larin. Siendo más convencional y agradecido para el público, su diseño complica los movimientos de coro y figuración: los aparceros que llegan a la mansión tras el fin de la cosecha y los invitados a la fiesta no pueden moverse con naturalidad por el decorado debido a su estrechez y se agolpan ante el umbral. Y el tabique que separa la cocina-salón del recibidor, impide ver la entradas y salidas de los personajes o contemplar el dúo inicial de las hermanas con piano, con un mal equilibrio de planos sonoros debido a esa pared interpuesta. En la segunda parte, concebida desde la perspectiva de Oneguin (ay, ese piercing totalmente demodé que exhibe -o le hacen exhibir- en plan malote…), imperan los tonos blancos y negros (salvo el rojo intenso del opulento vestido de Tatiana, ya princesa) en un gélido y espectral (para reforzar los recuerdos y remordimientos de Oneguin tras el fatídico duelo) escenario desprovisto totalmente de mobiliario, como acostumbra (salvo en su impactante decorado art déco para la producción de Erwartung / La espera de Schoenberg la temporada pasada) Christof Loy, pero esta vez cayendo en un minimalismo excesivo y abusando del socorrido «todos contra la pared».

El vestuario de Herbert Murauer, como casi siempre en las producciones de Loy, no respeta la cronología de la historia (en torno a 1830) y sigue modas posteriores más apropiadas para ilustrar el cambio de siglo. En cuanto a los bailables de Tchaikovsky, que han encontrado amplia difusión como piezas sueltas en las salas sinfónicas, sólo con una adecuada escenificación adquieren su justa dimensión, con interacciones constantes entre coro, solistas y bailarines. No fue el caso de la coreografía de Andreas Heise, por llamar de alguna manera al barullo que presiden el vals del segundo acto y, sobre todo, la polonesa del tercero, convertida en conga, salpicada con incomprensibles movimientos espasmódicos de los bailarines (resulta agotadora la omnipresencia de uno de ellos -el musculoso cochero de los Larin-, luciendo palmito y chupando plano durante toda la ópera a saber por qué) y, a más inri, con el cadáver de Lenski aún caliente en el escenario. Ahí se ha impuesto claramente la impronta de Christof Loy: esa inconfundible querencia, que ya había mostrado el regista alemán en Rusalka y Arabella, al tumulto caótico (… y al fornicio grupal) a la mínima que se presenta la oportunidad.

Rafael Valentín-Pastrana

@rvpastrana

Videobibliografía:

– José Luis Téllez: Eugenio Oneguin. Teatro Real. Madrid, 2025.

– Joan Matabosch: Cuando la fuerza de la costumbre sustituye a la felicidad. Teatro Real. Madrid, 2025.

– Irene de Juan: El hombre superfluo, de Pushkin a Chaikovski. Teatro Real. Madrid, 2025.

– Rafael Valentín-Pastrana: Mejor llámame por teléfono y terminamos antes. www.eltema8.com, 2024.

– Rafael Valentín-Pastrana: Los titanes de la composición en el siglo XX (58): Sergei Rachmaninov. www.eltema8.com, 2022.

– Rafael Valentín-Pastrana: «El ángel de fuego» o cómo Prokofiev acabó abrasado en la cacerola de Stalin. www.eltema8.com, 2022.

– Rafael Valentín-Pastrana: Los titanes de la composición en el siglo XX (9): Sofía Gubaidulina. www.eltema8.com, 2014.

http://kareol.es/obras/eugenioonegin/acto1.htm

Nota: Las imágenes incluidas en este post de las representaciones y/o ensayos de Yevgueni Oneguin / Eugenio Oneguin son © Teatro Real / Javier del Real. Madrid, 2025.

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