Corría el verano de 1976. La Copa del Generalísimo celebraba su última edición. Francisco Franco había fallecido en medio de la competición y aunque el heredero a título de rey, y ya monarca desde el 22 de noviembre de 1975 como Juan Carlos I de Borbón, entregaría el trofeo al campeón, se trataba de la última edición que llevaría incrustada en el trofeo la chapa del dictador.
La trayectoria del Atleti ese año en Copa no había sido especialmente brillante, sobre todo en su feudo: Racing de Santander, Sporting de Gijón, Barcelona y Real Sociedad habían sido superados todos con tanteos apretados de un gol de diferencia, y con sólo un triunfo en el Vicente Calderón, frente al conjunto cántabro. Pero se había alcanzado la final, algo habitual en esos años en los que para un chaval decantarse por el blanco o por las rayas rojas y blancas no era una decisión fácil.
El equipo, entrenado por Luis Aragonés en su primera etapa al frente de la dirección técnica del Atlético, acumulaba figuras colchoneras de una de las épocas más gloriosas y recordadas del club: Reina, Heredia, Leal, Gárate, Ayala…Enfrente, en la gran final del Bernabéu, se encontraba un entonces pujante y peligroso Zaragoza (que había dado buena cuenta, y con más soltura y facilidad que los rojiblancos, de sus rivales en el bombo: Ibiza, Granada, Tenerife y Betis y que el año anterior había vapuleado en Liga al Real Madrid 6-1 en uno de esos festines con los que de vez en cuando este deporte nos obsequia a los que no militamos en la corriente dominante ni consumimos sus subproductos) con dos estrellas paraguayas temibles para las zagas rivales de la época: Arrúa y Diarte. El árbitro fue el valenciano José Segrelles y el resultado final, fiel a la trayectoria del Atleti de esa temporada en Copa, sería igualmente ajustado.
Por allí andaban dos chavales de doce años, seguidores estajanovistas de la causa colchonera (el que esto suscribe y su amigo de juventud, llamémosle M.M.) campando a sus anchas por el estadio Santiago Bernabéu. Eran tiempos de rivalidad relativamente sana entre los dos grandes equipos de la capital, y esto era así por mucho que sea impensable hoy. Sin necesidad de retrotraerme a los tiempos de mi abuelo Miguel (representante de la Citröen del Tiburón en España) que, siendo colchonero declarado, asistía indistintamente en los años 50 y 60 con sus respectivos abonos a los estadios Metropolitano y Chamartín como cuentan muchos que vivieron aquella relativa armonía entre aficiones, en los 70 todo aficionado del Atleti que quisiera y se lo pudiera permitir, podía ir tranquilamente al estadio del blanco rival sin ningún tipo de precaución ni complejo, luciendo banderas y bufandas rojiblancas sin tener que ser recluído por ello a un recóndito y vergonzante rincón del tercer anfiteatro del búnker madridista (ahora sería al cuarto, ¿o tiene aún más…?).
Primer paréntesis: ya la cosa del entorno plácido empezaría a torcerse inquietantemente la temporada siguiente, en la que igualmente los dos amigos celebraron en el Bernabéu (1-1 con gol de Rubén Cano, que sí vimos…) con total normalidad y tan tranquilos con sus bufandas un nuevo título, esta vez el octavo de Liga, del equipo que seguía dirigiendo Luis. Pero aquello de mancillar el campo de Concha Espina empezaba a irritar a la parroquia blanca, que lejos de su autoproclamado pero nunca ejercido buen perder, lanzaba excusas peregrinas en lugar de rendirse a la superioridad del rival. Hace unos meses tuve la oportunidad de contemplar unas imágenes que eran inéditas para mí y que recomiendo al que no haya tenido ocasión de verlas: en el descanso del decisivo partido (en el que el Real Madrid no se jugaba nada: acabaría…noveno) y con 0-1 en el marcador, el egregio y ya decrépito presidente Santiago Bernabéu (que fallecería al año siguiente) lanza todo tipo de diatribas contra el Atleti (líder en las trece últimas jornadas durante esa temporada de manera consecutiva) de muy malos modos con un agresivo lenguaje verbal («el negro ése«, en referencia a Luiz Pereira) y corporal ante la atónita mirada de la periodista burgalesa Mª Carmen Izquierdo, a la sazón reportera deportiva de TVE. Es curioso, lo estamos comprobando en estos dulces días de cholismo, que la misma cantinela victimista (árbitros tolerantes con la dureza y agresividad colchonera…) vuelve a ser esgrimida con una patológica ausencia de autocrítica y de saber perder por la maquinaria mediática merengue en cuanto les vienen mal dadas.
Segundo paréntesis: la normalidad duraría hasta finales de 1978, en una eliminatoria de Copa del Rey que enfrentó a las primeras de cambio a colchoneros y merengues y cuyo partido de vuelta en el Bernabéu será siempre recordado como uno de los mayores atracos que vieron los tiempos (2-2 en el segundo partido y que, al no estar aún instituído el valor doble de los goles en campo contrario, no fue suficiente para superar el 1-1 con que había concluído el partido de ida en el Manzanares), pero también en uno de los cuarenta y cinco minutos (al descanso ganaban los merengues 2-0, pero el árbitro Guruceta Muro -recordado especialmente por sus equivocaciones siempre en beneficio del mismo y por haber tenido el honor de ser el único trencilla que expulsó de un campo de juego a Gárate, que pedía perdón cuando cometía una falta, por decir «¡Falta del 7!»- se encargó de impedir la remontada colchonera en un partido tremendo de Bermejo y Leal -qué jugador el Cheli Leal, uno de los centrocampistas con más talento que ha vestido la rojiblanca y al que se debería valorar más- con goles anulados y penalties escamoteados, sucumbiendo finalmente los colchoneros tras la prórroga en la tanda desde el punto fatídico) más memorables que uno recuerda haber visto jugar al Atleti en toda su historia (partidos completos excelsos en sus noventa minutos no se los puede permitir casi ningún equipo, pero hay un buen puñado de partes completas perfectas del Atlético de Madrid: un segundo tiempo en San Mamés en Copa con Luis Aragonés de entrenador, con 3-4 y eliminatoria a nuestro favor por penalties; el primer tiempo de un 2-2 también con Luis a la batuta contra el Barça en el Calderón y que sólo estropeó un mal control de balón de Abel Resino con el muslo; el segundo tiempo de un 4-3 en el Manzanares frente al Barcelona con remontada del equipo dirigido entonces por el Cacho Heredia; el segundo tiempo del 3-5 de Antic frente al Valencia en Copa, los dos primeros tiempos de las finales de Europa League y Supercopa de Europa de Simeone…).
Tercer paréntesis: yo tardaría muchos años en volver al estadio merengue, y sólo para ver (ganar) finales de Copa en las que las aficiones están a la par. A propósito de esta deriva hacia el forofismo radical, en la temporada 2014-15 que nos ocupa he podido comprobar a través de uno de esos nocturnos y cainistas debates deportivos televisivos que la cosa ha llegado ya a unos límites desorbitados: un dicharachero reportero que alterna sus crónicas in situ a la salida de una emblemática puerta del coliseo madridista con cuñas promocionales de cierta marca de maquinillas de afeitar, recogía unas imágenes dignas de Furia de Fritz Lang en la que la turba merengue arrebataba literalmente al periodista (que ponía bastante de su parte espoleando a las masas, todo hay que decirlo: los periodistas deportivos también tienen su corazoncito, qué demonios…) para llamarles de todo a los jugadores rojiblancos, su entrenador y sus familiares por el comprensible hecho de que el campeón vigente había vencido 1-2 al tercer clasificado de la Liga anterior.
Y volviendo a la final, el autor del único gol del partido, que supondría el quinto título copero para las vitrinas colchoneras, lo consiguió antes de la media hora de juego y con un precioso remate de cabeza en plancha especialidad de la casa, José Eulogio Gárate. El delantero que en esos años de camisetas sin número, toda la chavalería colchonera (y no colchonera…) soñaba con ser. Lo único es que los dos amigos, sin esperar al descanso, habían decidido visitar los aseos. Casi cuarenta años después, no terminamos de ponernos de acuerdo en a quién de los dos le entró la urgencia, si no es que fuera a los dos a la vez para cumplir el mandamiento español… El caso es que volvimos corriendo ante el estruendo de la afición los vomitorios del estadio para al menos comprobar con alivio que había sido gol del Atlético de Madrid.
Lo malo fue que pasó un tiempo, para mí eterno, hasta que logré visionar el tremendo remate de Gárate, ya no recuerdo si incluso semanas después en el No-Do de antes de alguna película de las que proyectaban en el cine Chueca (de Chamberí) o en el Mola. Eran años en que los medios televisivos (bueno, la única televisión del momento) no dedicaban mucho espacio de su parrilla al fútbol más allá del Estudio Estadio del domingo con los resúmenes de la jornada de Liga. Pero era Copa e inicio de verano (que la ganara el Atlético de Madrid era sana costumbre de esa década y no quiero creer que el apagón del gol de Gárate fuera fruto de ninguna mano negra). Además eran tiempos en los que la naturalidad en la obtención de los títulos por parte del Atleti no derivaba en celebraciones especiales más allá de festejarlo los jugadores en el propio terreno de juego, en aquel entonces incluso con invasiones de los aficionados relativamente consentidas. Poco más homenaje nos dimos que dos pinchos de tortilla con sus refrescos en uno de nuestros dominios por la cercanía al domicilio de M.M.: la cafetería Las vidrieras (para restregárselo al prepotente camarero madridista de rigor que tenía el mote de Iru y como castigo la eterna penitencia por su parecido con nuestro centrocampista) de la calle General Mola…que como la última Copa del Generalísimo, la del gol que nunca vimos, cambiaría poco después su nombre al de Príncipe de Vergara.
Rafael Valentín-Pastrana
Nota: Este post es la versión extendida de una columna escrita para la sección de deportes «La Colchonería» y publicado en versión acortada por el magazine digital Contexto (www.ctxt.es).